El padre de Rafael Reyeros no había cumplido los 40 años cuando abrió un horno de fundición de estaño en Mina Pirquitas, en Jujuy, y el vapor le produjo graves lesiones que lo dejaron postrado primero y le acarrearon la muerte después. El geólogo boliviano dejó cuatro hijos sin padre y al cuidado de su esposa. Rafael, por ese entonces, tenía 3 años pero recuerda ese período como el comienzo de un éxodo jujeño a la medida de una familia que comenzaría a buscar su destino saltando de provincia en provincia para terminar colegios, encontrar trabajos y sobrevivir en un país extranjero.
El pan de la instrospección va sopando en la memoria para humedecerse con recuerdos precisos: Salta, Buenos Aires, un breve paso por Córdoba y otra vez al norte para terminar el colegio. Y una vez que tuvo la edad suficiente para encarar la universidad, el viaje final para instalarse en la Docta y elegir la carrera.
Rafael habla de sus estudios primarios y secundarios con perfil gitano con una sonrisa. Está sentado frente a un tablero de arquitectura, pintando. Es un mediodía frío pero el living es acogedor. La generosidad del cono de luz de la lámpara de su espacio de trabajo alcanza para adivinar cientos de lomos de libros en varias bibliotecas a su alrededor, aunque no es lo suficientemente vigoroso para mostrar los nombres de los lomos. Hay muchos cuadros con fotos. Rafael le pide a su esposa, Cristina Morini, que se quede para apuntar algunos datos y fechas precisas. La memoria de Cristina es más acertada, así que ella se ubica en un sillón y va desenredando los nudos de fechas y nombres con aportes certeros que ayudan a que fluya el relato.
“Tengo 72 años –empieza Rafael–, hace rato que vengo trotando. Nací en Jujuy, así que soy un cordobés trucho”.
Nuevos tiempos viejos
¿Cómo fue que Rafael Reyeros, ese joven cuyo primer contacto con la universidad fue la carrera de medicina, acabó vinculado con el teatro? Alcanzó con la noción de una gota de sangre para que la vocación galena se le disolviera y para que el motor de sus sueños se encendiera dentro de la carrocería de carreras artísticas. Para tener en claro el contexto, hay que hacer un ejercicio de regresión y volver el tiempo atrás, hacia una Córdoba de finales de 1950, cuando las libertades, en líneas generales (y globales), empezaban a estrenarse de manera gloriosa con el mote de “la década de los ‘60”.
Rafael lo recuerda así: “En los ‘60, Córdoba era increíble. En esa década empiezan las vanguardias, pensá que en ese momento, a nivel cultural y político, todo era muy picante. Yo andaba a la pesca, si seguía escultura o pintura. La cosa te avasallaba, en las galerías de arte podías verlo a Berni en persona, te podías tomar un mate con Alonso. Estaban Pettoruti, pintores de esa talla que ahora veo en los libros y pienso que fue genial”.
En ese bullicioso mundo, su primer contacto con el teatro llegó cuando le ofrecieron colaborar dibujando en el área de cartelera. Otra de las cosas que distinguen a ese período es que la tecnología de la época no había dominado técnicas como el ploteo ni el diseño gráfico en computadora. Por aquellos años, todo se hacía a mano y de manera muy artesanal.
"A mí me fascinaba justamente eso –dice Rafael–, de pronto venía Andrés Segovia, el mejor guitarrista del mundo, y había que empezar a diseñar la marquesina. Lo que pasaba por el mundo llegaba a Buenos Aires y después lo traían acá. En ese momento era increíble, arranqué en la gráfica, sí; pero después vino Nora Irinova, bailarina que se formó en Rusia. Ella primero pasó por Buenos Aires y después vino a formar el primer elenco de ballet en Córdoba. Y un día me preguntó si me animaba a hacer un Lago de los cisnes. Me contó cuáles eran las necesidades y me hizo unos bocetos".
A los dos días, el muchachito que hacía las marquesinas le mostró sus ideas para resolver la escenografía. Era su primera puesta en el escenario y, con esa visión de lo que ocurría sobre las tablas, lentamente abandonaría la escultura y la pintura. Ahí arriba había luces, espacio y una tercera dimensión que ofrecían un universo infinito para explorar. De pronto, Reyeros se encontró haciendo lo que le gustaba sin saberlo y comenzó la parte más fructífera de su carrera, que lo llevaría a estar frente al Teatro San Martín por años.
Años mozos
Otro de los grandes momentos de ese período es que también fue terreno fértil para que creciera un proyecto oficial que sería emblema del teatro mediterráneo: la Comedia Cordobesa. “Y ahí se abre el panorama –dice Rafael–. En esa época no había escuela de escenografía, esas cosas arrancaron recién en los setenta y pico. Yo me formé viendo. Me acuerdo que me colaba y mostraba mis cosas, iba a la facultad de arquitectura y veía libros, iba al Instituto Goethe y veía los libros, todo eso fue un aprendizaje bárbaro”.
Más adelante llegaría una beca a Buenos Aires junto al director de la Comedia Cordobesa, Carlos Giménez, que por ese tiempo estrenaba cuatro o cinco obras al año. Y finalmente le llegaría el turno de conseguir una invitación para ir a Francia al primer festival de teatro mundial. En esta oportunidad, gestionó los pasajes por medio de la Universidad, que a su vez hizo los trámites para que el gobierno nacional (Arturo Illia era el presidente por entonces) les diera una mano. Gancho del presidente mediante, Reyeros y un grupo de estudiantes pudo cruzar el charco y se quedó en el viejo mundo algunos años. Ese período para él también fue decisivo, porque, entre otras cosas, hubo muchísimo contacto de primera mano con grandes obras de grandes maestros.
A su regreso lo esperaría un período de quietud cultural y de enfriamiento, gracias a la obra de los militares, que en su ausencia habían sembrado apatía y miedo. La mala racha terminaría con la vuelta de la democracia. “Lo genial fue que para el regreso de la democracia se hizo el primer festival latinoamericano de teatro y que para esa movida colaboraron muchos países”, recuerda Reyeros.
Todos los teatros, el teatro
A la hora de marcar diferencias y similitudes entre el teatro independiente y el “oficial”, Rafael piensa un poco y vuelve a buscar en su memoria los ejemplos que tiene a mano. El escenario no ha cambiado tanto (en todo sentido) y aunque los actores ya no sean los mismos, el espíritu sigue siendo igual. “La Comedia Cordobesa era el teatro oficial –dice–. Miguel Iriarte, José Luis Arce, todos eran jóvenes independientes pero a la vez seguidores de Carlos Giménez. En esa época había una competencia feroz en el buen sentido, se veían dentro del teatro independiente mejores actores, conceptos y obras, mientras que el oficial iba quedando un poco más conservador. El independiente hacía innovaciones en el espacio, había mucho ingenio y con poca guita”.
De los tiempos a la cabeza del Teatro San Martín, recuerda algunos momentos emblemáticos, como cuando estaban sin trabajo y con poco presupuesto. "Entonces nos propusimos armar algo y salió la idea de hacer un Chéjov y armamos Tío Vania. A los tres meses estrenamos, fijate vos, en la galería de arte Marchiaro, la que está en Güemes", explica Reyeros.
Fue para despuntar el vicio y para probar un espacio. La obra salió muy bien y los invitaron a mostrarla en Santa Fe. Y de ahí les ofrecieron llevarla a Costa Rica. Y de ahí a Venezuela, donde, por esas casualidades de la vida, los vio un grupo de rusos que los invitaron a Moscú, a un festival temático de Chéjov que se hace cada seis años. Pero resultó que para poder viajar (les tocaba ir en el año 1996) necesitaba una licencia laboral que el gobernador Mestre, por esos años, no le firmaba. “Así que con Cristina (su esposa y compañera desde 1973) nos casamos y me tuvieron que dar licencia. Calculamos al milímetro los plazos y los días y pudimos viajar. Un amigo siempre nos dice que fuimos los únicos que lo jodimos al gordo Mestre”, bromea.
A Rafael le dieron la jubilación anticipada en 2003, a los 58 años. Dice que no extraña su labor porque de alguna manera sigue vinculado. “Todavía me llaman algunos amigos, aunque ya no tengo que cargar con la burocracia. Son lugares complejos, muy difíciles. Nosotros la pasamos de todos los colores: dictadura, peronismo, radicales. Este teatro debiera ser restaurado ya tres veces más. Parece mentira, pero la última vez que se le hizo algo fue en la época de los milicos”.
Hoy Rafael reflexiona sobre el Teatro donde se formó y lo piensa como a un familiar viejo al que hay que mantener. Para él, ese espacio es inversión. Pensar que ese lugar te va a dar ganancias es un error. “Hoy me tomo las cosas con más calma. Y en invierno, más todavía”.