Nadie debería spoilear –en el sentido de anticipar el final o contar los datos centrales a alguien que no conoce la historia– la serie Adolescencia, de Netflix, recientemente estrenada. Es de visión “obligatoria” para quienes quieran comprender algo de lo que algunos de nuestros adolescentes viven en lo cotidiano.
Profunda, atrapante, actual, real, deja la motivación suficiente para reflexionar sobre la dimensión sociocultural y familiar en que nuestros hijos crecen y sobre el rol de los adultos en la construcción de subjetividades.
Quizá lo más interesante es cómo muestra que hay un más allá de lo familiar, hay un mundo virtual que fascina, captura y atrapa a los chicos y que su influencia puede ser mayor que la del discurso familiar.
Un mundo en el que los padres suelen quedar afuera, por ignorancia o por negligencia, o por la errónea idea de no controlar y acompañar creyendo que es invadir la intimidad de sus hijos.
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En realidad, si son menores de edad, no sería invadir sino caminar con ellos conociendo ese mundo no real pero que para ellos puede adquirir ribetes de una realidad determinante de conductas, pensamientos y emociones.
Hacemos la salvedad de que, desde siempre, el adolescente –en su intento de separarse de sus padres (pauta de madurez necesaria)– necesita compartir, casi siempre con amigos, conversaciones, códigos, experiencias en las que los padres no tienen lugar.
Pero ese necesario espacio de libertad no impide estar atentos a que los victimarios y víctimas de bullying, acosadores, asesinos de todas las edades, van dejando señales de una distorsión de la personalidad que da indicios de problemas de salud mental.
La pregunta es: ¿los adultos a cargo no las ven, no las perciben?
Pistas y señales
Nada es de un día para el otro. Hay pistas, hay indicadores, hay señales de que se hace necesaria la presencia de padres, docentes y adultos en general que estén atentos, que se hagan cargo, que sean capaces de hacerse preguntas y de pedir ayuda.
Que se sientan interpelados por los silencios y las puertas cerradas de las habitaciones de sus hijos y por el contenido de esas largas y excesivas horas de solitario consumo de pantallas.
En nuestro país sucedió un caso en Carmen de Patagones en 2004, cuando un adolescente apodado Juniors –de 15 años– mató en su escuela a tres compañeros e hirió a cinco más, tras dejar señales en el aula, en el recreo, en su familia.

Quizá lo más contundente fueron los mensajes que escribió en su banco escolar: “Si alguien le encuentra sentido a la vida, que lo escriba aquí” y “Lo mejor que puede hacer la humanidad es suicidarse”.
Evidentemente, los adultos que debieron leer y escuchar este coqueteo con la muerte estuvieron ausentes. No pudieron hacerse las preguntas necesarias acerca del modo de ser y de estar en el mundo de este adolescente.
La serie también ilumina sobre la construcción de la autoestima y su dependencia de la mirada y las palabras de otros y el sufrimiento que conlleva sentir que hay una enorme distancia entre su vida y la que sus padres soñaron para él.
Cuando un niño siente la ausencia de mirada o la descalificación y decepción paterna en ella, se hace invisible (soledad, depresión) o actúa fuertemente para llamar la atención (agresividades y violencias).
En la escuela, desconcierto
Otro análisis es el desconcierto frente a estos fenómenos en las instituciones escolares, donde no aparecen límites claros y mucho menos estrategias para trabajar y frenar el bullying, incrementado con el uso de las redes, donde desde el anonimato parece sencillo humillar, descalificar, excluir, denigrar.
Comenzamos diciendo que Adolescencia no es una serie para spoilear sino para verla y entrar en el debate. Intentamos no anticipar nada del guion. Ojalá quienes aún no la hayan visto la reciban con interés, sin miedos.
Sólo hace falta abrir la mente y el corazón para alojar una trama que finaliza con una frase de la madre del protagonista: “Nosotros lo criamos. Hay que aceptar el hecho de que debimos haber hecho más”.
Siempre por los hijos y los alumnos se puede hacer un poquito más.
