Ana Falú construyó una carrera que entrelaza la rigurosidad académica con el activismo social. Formada inicialmente en la Universidad Nacional de Tucumán, desarrolló gran parte de su trayectoria en Córdoba, donde se consolidó como una referente ineludible. Es profesora emérita de la Facultad de Arquitectura, Urbanismo y Diseño de la Universidad Nacional de Córdoba (UNC) e investigadora del Conicet.
Su currículum refleja un compromiso sostenido con la gestión y el pensamiento urbano. Dirigió el Instituto de Investigación de Vivienda y Hábitat (Invihab) y actualmente encabeza la Maestría en Gestión y Desarrollo Habitacional. Además, fundó el Centro de Intercambio y Servicios para el Cono Sur Argentina (Ciscsa) y fue directora regional de ONU Mujeres. Hoy se desempeña como asesora de género de ONU-Hábitat.
Este jueves 4 de diciembre, su labor será galardonada internacionalmente. El Centro Universitario de Arte, Arquitectura y Diseño de la Universidad de Guadalajara le entregará la Medalla Jorge Camberos Garibi 2025. Este premio distingue a urbanistas de renombre mundial y pone en valor décadas de trabajo sobre el derecho a la ciudad.
En diálogo con este medio, Falú reflexionó sobre el camino que la llevó a cruzar el feminismo con la planificación urbana. Repasó su experiencia en la Amazonía, explicó el concepto de “justicia espacial” y analizó las tensiones que atraviesa Córdoba en su desarrollo territorial.
–Este reconocimiento internacional llega tras una extensa vida dedicada al trabajo académico y social. ¿Cómo recibe esta distinción en este momento de su carrera?
–Es un nuevo reconocimiento que recibo con mucha emoción. La Medalla Jorge Camberos Garibi lleva el nombre de un urbanista histórico y se entrega en el marco de la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, que es la segunda más importante del mundo. Es una distinción que tiene un peso específico propio por quienes la recibieron antes.
Hace décadas que otorgan esta medalla a urbanistas muy prestigiados. Pedro Abramo, por ejemplo, un colega de San Pablo con una cabeza maravillosa, fue quien la recibió el año pasado. Me enorgullece seguir ese camino, y que este año hayan decidido distinguirme a mí es algo increíble.
–Se la reconoce mundialmente por introducir la perspectiva de género en el urbanismo. ¿Cómo inició ese recorrido en una disciplina tradicionalmente técnica?
–Siempre estuve muy comprometida con los temas urbanos y los problemas sociales vinculados a la vivienda. El hábitat social y la vivienda social fueron mis temas de compromiso desde muy temprano, te diría que desde que era estudiante en la Universidad Nacional de Tucumán. Ese interés se mantuvo firme durante mi formación de posgrado en Brasil y en Holanda, en la Universidad Tecnológica de Delft.
Sin embargo, el verdadero cruce ocurrió más tarde en Ecuador. Allí trabajé en la Amazonía con organizaciones indígenas y fue un momento bisagra. Siempre tuve la preocupación por repensar la justicia espacial y social desde las ciudades y los territorios. Pero fue en ese contexto donde todo cobró un nuevo sentido.
–¿Cómo influyó el contacto con esas comunidades en su visión política y técnica?
–En mis primeros años en el exilio, tanto en Brasil como en Holanda, me acerqué al feminismo desde lo político. Entendí lo que implicaban las desigualdades de género, aunque todavía no me definía plenamente como feminista. En la Amazonía, al ver el trabajo y el compromiso de las mujeres con el hábitat, esas dos vertientes se unieron definitivamente.
Fue un camino de ida. Estamos hablando de los años de la dictadura argentina y la etapa del exilio. Yo me había presentado a maestrías, como la de la Fundación Getúlio Vargas en Brasil, pero tuve que irme. Ya venía con el interés en la planificación urbana social, pero la experiencia en territorio cambió mi perspectiva.
–Usted suele mencionar que esa etapa funcionó como una “alfabetización” multicultural. ¿A qué se refiere con ese concepto?
–En Ecuador aprendí muchísimo de las mujeres indígenas de la Amazonía. Eran mujeres organizadas, con líderes muy interesantes, como Blanca Chancoso. Yo siempre digo que me alfabeticé en clave de multiculturalismo porque venía con una mirada muy argentina, todavía atada al concepto de la blanquitud.
Allí se dio el momento en el que uní la preocupación feminista con el trabajo territorial concreto. Fue en la ciudad del Puyo, trabajando con las comunidades, donde entendí que no se podía pensar el urbanismo sin considerar a los sujetos que lo habitan.
–¿Cómo reaccionó el ámbito académico ante estos planteos en aquel entonces?
–No los consideraban en absoluto. Nosotros nos alimentábamos del urbanismo de la modernidad. Conocíamos el plan Cerdà de Barcelona, leíamos a Kevin Lynch o a Lewis Mumford, pero jamás se pensaba en la diversidad de los sujetos. Empecé a trabajar casi en la ceguera porque ni la academia ni la ciencia eran amigables con estos pensamientos críticos.
La arquitectura y el urbanismo no aceptaban fácilmente cuestionamientos sobre para quiénes se construía la ciudad. Nos devaluaban constantemente y, en cierta medida, todavía lo hacen, aunque en ese momento era mucho más fuerte. Tuvimos que ser inquebrantables y constantes para desarrollar esos estudios pioneros.
–Su regreso a Córdoba coincidió con la recuperación democrática. ¿Cómo logró insertar estos temas en la universidad pública?
–Volví del exilio a Córdoba en 1985 y empecé a trabajar en el Instituto de Vivienda de la Facultad de Arquitectura. En ese momento, lo dirigía Mario Forné, quien lo había instalado tras su regreso de Alemania. El Conicet me otorgó una beca para trabajar temas de hábitat y género, lo que me permitió instalarme dentro del instituto.
Rápidamente ingresé a la carrera de investigadora científica. Fui la primera investigadora del Conicet en la Facultad de Arquitectura que trabajaba estos temas. Esto fue posible porque estaba Raúl Alfonsín en el gobierno y se vivía un momento de apertura institucional.
–¿Hubo resistencia institucional o encontró aliados en ese proceso de apertura?
–Había un clima propicio de creatividad. El decano era Bernardino Taranto y se abrían las puertas a los que llegaban de afuera. Cuando me presenté al Conicet con este tema, lo hice con mucho temor, pero me aceptaron porque había una comisión nueva con integrantes que venían del exterior.
En otros países, estos temas ya estaban instalados en el campo científico, aunque acá estaban devaluados. En paralelo, peleábamos el espacio de género en la UNC con Francisco Delich como rector. Trabajamos mucho con compañeras como Patricia Morey y María Elena Saleme para instalar el tema en la currícula y en la investigación.
–¿Qué referentes teóricos le permitieron estructurar el concepto de urbanismo feminista?
–Nos nutrimos de autoras como Jane Jacobs, que no era feminista pero hablaba de la vida cotidiana en los barrios. También leímos a Dolores Hayden, Ana Bofill y Doreen Massey. Ya existían escritos que nos empezaban a nutrir, aunque al principio hablábamos de “mujer y hábitat” o “mujer y servicios urbanos”.
Ese concepto fue creciendo hacia la conceptualización de género. Yo leía a Henri Lefebvre y a Le Corbusier para encontrar elementos del argumento y deconstruirlos. Así fuimos construyendo el concepto de derecho a la ciudad de las mujeres, que hoy desemboca en lo que definimos como “urbanismo feminista”.
–¿Cómo definiría hoy el urbanismo feminista para quien no está familiarizado con el término?
–No es un urbanismo de mujeres. Es un urbanismo democrático, de mujeres y varones, que contempla toda la diversidad. No está pensado para el varón blanco, productivo, joven y heterosexual, que es el sujeto universal del urbanismo moderno. Ese modelo deja afuera incluso a muchos hombres.
Nosotros pensamos en el conjunto de sujetos que habitan cualquier aglomerado. Planteamos hacer luz sobre sujetos que han estado omitidos e invisibilizados. Buscamos la desmercantilización de la vivienda y de las ciudades para contrarrestar la especulación y el extractivismo urbano.
–¿Cómo se manifiesta ese fenómeno en la ciudad?
–El extractivismo no es solo la soja o la minería. También es el ejercicio del poder sobre la soberanía de los territorios urbanos. Es una dinámica que expulsa gente, especialmente a las mujeres más pobres y a quienes viven en inquilinatos.
Hay que mirar los datos: alrededor del 30% de las mujeres son jefas de hogar y únicas responsables de sus dependientes. Son hogares pobres, con más del doble de hijos que los hogares ricos. Cuando hablamos de urbanismo feminista, hablamos de justicia social y de cómo redistribuir recursos desde la planificación.
–En sus investigaciones recientes, trabajaron sobre los “mapas del cuidado”. ¿Qué revela la ciudad cuando se la analiza desde esa óptica?
–Hicimos estudios en Córdoba, Villa María y Río Cuarto para analizar el atributo urbano de la proximidad. La distancia y el tiempo son claves para quienes trasladan niños, personas mayores o personas con discapacidad. Si los servicios están cerca, se facilita la vida, especialmente la de las mujeres, que son las cuidadoras principales.
Elaboramos un índice de vulnerabilidad de género y ubicamos los lugares de cuidado infantil y de vejeces. Encontramos que en las zonas de más alta vulnerabilidad no hay oferta pública de cuidado. Tampoco hay oferta del mercado, porque el mercado se ubica en los ejes de riqueza.
–¿Qué consecuencias tiene esa falta de infraestructura de cuidado en los barrios periféricos?
–La consecuencia es la profundización de la desigualdad. Un niño de 3 años o una persona mayor con movilidad reducida son sujetos de dependencia que requieren cuidado constante. Si no hay servicios de proximidad, esa carga recae exclusivamente en las mujeres de la familia.
La planificación urbana que considere la proximidad puede ser un instrumento poderoso de redistribución social. Cuando las mujeres pueden dejar a alguien cerca de su casa en un lugar seguro, ganan tiempo propio. Y ganar tiempo es ganar libertad y oportunidades.
–Usted es crítica del funcionalismo moderno. ¿Cómo impactó ese modelo en la configuración actual de nuestras ciudades?
–El urbanismo funcionalista y capitalista pensó la ciudad separando el lugar donde se produce del lugar donde se vive. Incluso los planificadores más progresistas hicieron barrios alejados del centro bajo la lógica de que la ciudad productiva es de los varones y el barrio es el espacio doméstico.
Esto se tradujo en políticas públicas que extendieron las ciudades hacia la periferia. Se apoyaron en el suelo urbano, que es el bien más difícil para acceder y objeto de especulación.
–Tras cuatro décadas de trabajo, ¿qué balance hace sobre la inclusión de estos temas en la agenda pública?
–Son 40 años de trabajar sobre los sujetos omitidos de la planificación. Hoy podemos decir que hay contribuciones muy importantes y que el urbanismo feminista es una realidad teórica y práctica. Tenemos marcos de debate en la universidad, en el activismo y en algunos municipios.
Se instaló el feminismo como una herramienta democrática e inclusiva. Apareció con fuerza la interseccionalidad para analizar la ciudad desde las edades, las identidades y las etnias. Nuestras ciudades son fragmentadas y solo serán justas si reconocen a quienes sostienen la vida cotidiana, no solo la productiva.
–¿Cómo evalúa la situación actual de Córdoba en materia de planificación urbana?
–Córdoba tuvo un momento interesante durante la gestión de Rubén Martí. Él generó procesos participativos y pensó en la desconcentración a través de los CPC. Hoy la ciudad está proponiendo nuevos instrumentos de planificación y desde Ciscsa nos han invitado a participar. Creo que existe una oportunidad real. Veo voluntad política en el intendente y en técnicos como Celina Caporossi y Diego Peralta. Es momento de abrir las cabezas y sentarse a debatir para hacer de Córdoba una ciudad más redistributiva, menos extensa y con mejor calidad de vida.
–Para cerrar, una pregunta contrafáctica: si no hubiera sido arquitecta, ¿a qué se habría dedicado?
–No lo sé con certeza, podría haber sido muchas cosas. Vengo de una familia muy artística, lo cual considero parte del arte de vivir, pero también de una familia muy política. He vivido la política desde mi infancia y no entiendo la vida sin esa reflexión. Tal vez hubiera elegido otro camino, pero siempre en ese cruce entre el arte, la política y la vida social.
