“El pipazo me arruinó la vida”, dice Ana Farnuchi (52), quien vive en Villa Siburu, en la ciudad de Córdoba y está en proceso de recuperación del consumo de drogas. Por eso, asiste dos veces a la semana a la Red Puentes, en barrio San Ignacio.
Su mirada potente refleja los años en que la droga fue su única compañera. Comenzó consumiendo cocaína a los 19 años. Relata que fue “un vicio de muchos años” y que lo podía manejar. Era un coqueteo constante: podía salir y entrar cuando quisiera, pero el pipazo la conquistó.
Empezó por intermedio de unos amigos que ya lo consumían. Apenas lo probó, directamente “ingresó al infierno”. Durante tres años, su vida dio un vuelco. “Fueron años de derrumbe físico, moral, espiritual y psicológico”, relata Ana.
La mujer asume que esta droga la llevó a un lugar oscuro y frío. La “chupó” y la alejó socialmente. “Estaba escondida, muy sola. Me sentía así”, dice. En ese mundo, en el que no podía ver con claridad lo que pasaba a su alrededor, Ana pensaba que su familia no la quería ver más. “Decía eso, pero es uno quien se aleja de ellos, del entorno”, asegura.
Aunque nunca estuvo sola, ya que contaba con su hija, sus hermanos y su madre, se alejó de todos. “Mi mamá naturalizó mi adicción y verme sin un lugar fijo donde vivir”, revela.
Vendía todo lo que podía para comprar la droga que tanto daño le iba causando en su vida adulta. Se quedó sin nada por culpa del consumo. Perdió su cama, sus cosas personales e incluso vendía hasta la ropa que le donaban para comprar droga. También bajó mucho de peso, no comía, solo tomaba agua.
Durante esos años no trabajaba y robaba en supermercados. “Iba a la iglesia y mentía que tenía chicos para que me donaran alimentos. Me hacía la enferma para que me ayudaran, y después vendía todo por la droga”, narra.
Ella se define como una “pipera top” porque nunca tuvo las manos negras, producto de maniobrar con la cuchara. Se las lavaba cada vez que armaba la pipa con una bombilla cortada, a la que agregaba virulana. También colocaba una cinta en la punta de la bombilla para no quemarse los labios, como generalmente les sucede a los adictos a esta droga.
“Es destructivo. Lleva a la decadencia, tanto en hombres como en mujeres. Gracias a Dios, pude salir de eso”, expresa. Y asegura que hoy la droga cambió en su contenido porque antes se consumía otra cosa. “No sé qué venden los tranzas, pero cada vez hay más en los barrios”, remarca.
No está sola
Antes de convivir con la droga, Ana trabajaba como asistente de indumentaria en shows musicales y era muy sociable. Todo eso lo perdió. Consumía porque se sentía sola, a pesar de estar rodeada de mucha gente. Siente que “maduró de golpe” y “puso el hombro” para resolver los problemas familiares.
“Tenía ocho años y ya criaba a mi hermano de cuatro y cuidaba a mi otro hermano, de nueve meses. No jugaba con muñecas”, recuerda. Ella contenía a los demás, pero no sabía cómo hacerlo consigo misma. “Acompañaba, pero no me dejaba acompañar. No expresaba mi necesidad”, cuenta.
Su familia le daba dinero, pero cuando se dieron cuenta de que era para el consumo, dejaron de hacerlo. Ana sufre al recordar que muchas veces su propia hija la veía drogada. “Decía: ‘Esta no es mi mamá’ y se largaba a llorar. Incluso le vendí lo que tenía para montar una peluquería”, recuerda con dolor. Asegura que pudo repararlo.
Hace tres años llegó a tal desesperación que decidió dejar esa vida de adicción y soledad. Entonces conoció la Red Puentes, donde fue contenida y escuchada, y encontró las herramientas que necesitaba para orientar su vida. Aprendió a socializar y se abrió a contar lo que sentía.
“Está bueno hablar, sobre todo, porque sirve como experiencia para las mujeres que tienen mi edad y están pasando por momentos parecidos a los míos”, dice.
Después del “pipazo”
Ana está agradecida por las terapias que recibió cuando estuvo internada en el Hospital Colonia de Santa María de Punilla, las cuales la ayudaron a salir adelante.
“Debería haber más lugares como estos, que contengan a las personas e informen cómo ayudar a un adicto. Las personas adictas necesitamos que nos abracen, no que nos juzguen ni que nos amenacen con la Policía. Hay personas que naturalizan tener un hijo drogadicto o niegan la drogadicción. Pasa en todos los niveles sociales”, sostiene.
En 2024 estuvo internada durante tres meses en el hospital. Al salir, tuvo una recaída. “Fue horrible. Me sentí muy mal, antes no me pasaba. Volvió la oscuridad. Fue una sensación muy fea”, agrega. Ella no quiere volver a pasar por esa situación, “por ese vicio”, como lo llama.
Desde entonces, rechazó esa vida y las invitaciones a fumar “pipazo”. “La secuela que me dejó fue la experiencia”, sostiene. Ahora vive con su hermano en barrio Alberdi. Tiene una buena relación con su hija, y su nieta, de un año, es su aliciente para seguir mejorando. Hoy, su necesidad “no es la droga sino esa niña” y verse bien, día a día.
“Me siento orgullosa de mí. Mis vecinos me ven cambiada y no sabía cuánto me querían. Antes, daba miedo, era una calavera, no tenía pelo. Volví a nacer”, manifiesta.
Ahora busca trabajo y vivienda. Le gusta cocinar y quiere un lugar estable, porque la inestabilidad también la llevó al consumo. “Es un proceso. En la Red me siento abrazada, vengo dos veces a la semana. El contacto físico es fundamental”, remarca.