Comienza un nuevo ciclo escolar y muchos papás respirarán aliviados. El caos vacacional dará lugar a la reorganización de horarios, hábitos y rutinas que fueron puestas entre paréntesis durante el receso.
Algunos alumnos quieren volver. Otros se resisten, por diversas causas.
Lo real es que la escuela es obligatoria, pero aprender no lo es. Implica una decisión fundamental: es preferir saber que ignorar.
Necesita de un deseo, de una curiosidad, de una valorización del conocimiento.
Para que los chicos puedan tomar la decisión de aprender, hace falta que los adultos que los rodean tengan mensajes claros acerca del valor de la escuela, de la importancia liberadora del conocimiento. Y que sus propias vidas sean referentes de eso.
Si los adultos dejamos de preguntarnos cosas, si no leemos, si no nos acercamos a la cultura, las nuevas generaciones, que obviamente nos miran, demorarán en descubrir la dimensión humana y liberadora de construir los propios pensamientos.
Precisa, de parte de la familia, una predisposición amorosa y alegre en los preparativos, y la convicción de que hay que acompañarlos sin hacer las cosas por ellos.
Necesita, de parte de la escuela, asumir el desafío de conquistarlos; de ayudarlos a posicionarse como alumnos; de contagiarles el deseo de saber; de proponer un aula desafiante, provocativa, que los sorprenda, que les ofrezca algo distinto a la cultura del entretenimiento.
Hay que gestar allí un futuro ciudadano pensante, crítico, protagonista, participativo. Tarea muy difícil en aulas superpobladas, cada vez más complejas, con docentes desprestigiados, con bajos salarios y haciendo lo que pueden, desbordados por las múltiples demandas. Haciendo lo que pueden.
Depende de todos –de la familia, de los docentes, de los medios de comunicación y de los funcionarios– que las aulas no sean una reunión de chicos, sino un grupo de alumnos que crecen, aprenden, se socializan, se hacen buenas personas.
Urgen aulas donde no molesten las palabras. Donde en modo “foro de debate” los chicos puedan formar opinión y pensamiento crítico acerca de los que les rodea y de lo que les es dado a consumir.
Urge delinear escuelas democráticas, de verdadero aprendizaje ciudadano, donde los chicos participen del proyecto educativo, de la confección del reglamento, de la ley que atravesará la institución, marcando lo que corresponde en ese espacio, y lo que no.
Urge restituir la alianza familia-escuela frente a la sensación de que cada una por su lado no está pudiendo dar respuestas a estos hijos-alumnos que nos patean el tablero; que cuestionan las certezas de antaño; que tienen otros modos de atender y procesar el mundo externo.
Urge que los adultos educadores (padres y docentes) transmitan la pasión de enseñar, contagien la idea de que el futuro existe y que mientras más conocemos, mejores decisiones de vida tomamos.
La escuela que sorprenda exige docentes apasionados por el conocimiento y por su praxis, y con el carisma que surge de una vida interesante, rica en emociones y conocimientos. Una vida donde no puede faltar el amor (en sus distintas facetas).
Ese amor que debe decir presente en el aula ya, que es sabido que desde el inicio de la vida se aprende por amor.
Sorpresa. Amor. Alegría. Desafíos... Algunos de los condimentos para una escuela que se sienta valiosa.
Que el entusiasmo de los primeros días no se apague.
Que las resistencias (si las hubiere) sean resueltas con creatividad y amorosidad.
Que los padres encuentren un buen lugar en las instituciones educativas donde reunirse, junto al docente, a pensar en las problemáticas que se replican en la casa y en la escuela, para que “educar entre todos” sea una realidad.
Difícil, pero no imposible. Desafiante y enriquecedor.