Conocí a Víctor Hugo Saldaño el 14 de abril de 1999 en la cárcel Ellis One Unit, de Hunstville, un pequeño pueblo ubicado 85 kilómetros al norte de Houston, Texas. Era la primera vez que un medio gráfico, en este caso La Voz, entrevistaba al único argentino condenado a muerte en Estados Unidos.
“Mi madre y mis hermanas tienen que entender que la muerte es lo único que a mí me va a liberar de este terrible infierno. Ya no puedo más, quiero que me ejecuten. Si las ves, diles que Dios las bendiga, que no se preocupen, que algún día nos vamos a encontrar del otro lado. Yo no tengo miedo a la muerte. La muerte no puede ser peor que esto. En esta cárcel, la vida se me acabó hace rato”. Esa fue una de las primeras cosas que me dijo, con tonada mexicana.
Llegó esposado a la amplia sala de locutorios de la cárcel. Conversamos a través de un grueso vidrio enrejado. Preguntó cómo estaba Córdoba (“Sigue bien bonita ¿no?”) y estaba enterado de que José Manuel de la Sota había ganado ese año las elecciones para gobernador (“La tercera es la vencida, pero trabajó mucho para eso, ¿no?”).
Sin embargo, su obsesión era acelerar su proceso de ejecución. Y se lo notaba desesperado. Contaba que vivía amenazado por las patotas dentro del death row (corredor de la muerte). “Yo no me siento seguro en esta cárcel. Yo no puedo vivir con esta inseguridad el resto de mi vida, a toda hora… es terrible, ¿entiendes? Es una tortura muy grande la que sufro”, relató.
Sobre el asesinato de Paul Ray King, dijo estar arrepentido. “Estábamos borrachos, drogados… como locos. Ya no tengo conciencia de lo que hice aquel día”, dijo, pero insistió: “A los condenados a muerte deberían matarlos con un balazo en la cabeza y se acabó. Lo que hace el Estado es más perverso que un homicidio. Acá te tienen 10 o 12 años antes de matarte… Es una tortura”.
La última vez que lo entrevisté fue en febrero de 2001, pero en una cárcel distinta (Allan Polunsky Unit). Su postura no había cambiado, con la diferencia de que me encontré con un hombre totalmente derrumbado.
Una de las formas con las que Víctor me contó que podía escapar de esa pesadilla era en sus sueños. Se soñaba andando en bicicleta con su primo por las sierras de Córdoba, corriendo por un campo verde y con el viento chocándole en la cara, con amigos en la escuela Bedoya de barrio San Vicente. Aunque la muerte, según me admitió, será lo único que le devolverá la libertad que perdió en un día de locura.
