El comedor Dulces Sonrisas nació hace cinco años en un estrecho pasillo de una vivienda del barrio Parque Las Rosas. Y las más de 20 mujeres que allí colaboran aseguran que en ese punto de la zona sudoeste de la ciudad de Córdoba el hambre creció sin freno. Al comienzo atendían a 20 familias y hoy le sirven un plato a más de 160.
Entre lágrimas, acusando un dolor en el pecho por la tristeza que le genera la falta de comida en la mesa de los niños, Dayana asegura que hay familias que se volvieron “nómades”. “Van de un comedor a otro. A la mañana buscan el desayuno, al mediodía van a una iglesia a pedir el almuerzo y a la noche vienen hasta acá, porque sino no comen”, cuenta.
Dayana, explica, pertenece a su vez a un movimiento social (Polo Obrero) que impulsa centros asistenciales en toda la ciudad capital y distintos puntos de la provincia. En ese espacio, comenta, el relato siempre es coincidente.: “A todas las familias les pasa lo mismo, que van de comedor en comedor para no pasar hambre”.
Y relata un drama extra: “no podemos servir comida todos los días porque no recibimos apoyo ni ayuda de ningún organismo. Entonces lo hacemos tres días por semana hasta que nos alcanzan los insumos y después entregamos solamente una merienda de emergencia”, lamenta.
Una fila que busca la comida como una costumbre adquirida
Un momento antes de la caída del sol, a las 19, una fila irregular y constante se va formando en la calle Luis Pasteur, al frente del comedor. En su mayoría mujeres, todas las personas que forman la fila van retirando una vianda que contiene una hamburguesa de pollo (que parecen de carne por su gusto y su forma) y unas papas fritas.
“Cuando abrimos el comedor le dábamos sólo a los niños. Pero nos empezaron a pedir para sus papás. Los chicos nos decían que sus madres pasaban más de tres días sin comer”, recuerda.
Para organizarse, las mujeres juntan dinero, venden rifas, hacen productos para comercializar y reunir fondos. Luego compran ingredientes para cocinar (carne nunca, no les alcanza) y así pasan el mes.
“Nuestras familias comen de la misma olla, así que tratamos de que las preparaciones sean nutritivas y ricas. Pero en un momento no queda más alimento y la gente que sigue en la fila se tiene que retirar sin nada”, relata.
Y a pesar de que toda la experiencia está teñida de un dolor apremiante, las mujeres y los varones del lugar rescatan ese espacio como un lugar de crecimiento y de unidad.
Dicen, además, que en aquella zona necesitan trabajos genuinos y bien pagos. No quieren seguir dependiendo de esas ollas que se tiznan al fuego, porque no alcanza para el gas envasado.
Sin embargo, creen que en el futuro habrá más hambre, y en medio de la resignación van buscando las bromas de todos los días, las cargadas mutuas, la complicidad, para hacerle frente a un flagelo que sienten crecer sin pausa.