Durante años, el fracaso educativo se atribuyó a una supuesta falta de recursos. En respuesta, la política pública se centró en aumentar el presupuesto. Así, desde 1980, el gasto público en educación creció de forma sostenida y en 2022 alcanzó el 4,8% del PIB, por encima del promedio regional (3,8%). Pero, como el diagnóstico fue equivocado, este esfuerzo financiero no se tradujo en mejores aprendizajes.
Las pruebas Aprender muestran que una gran proporción de estudiantes no alcanza niveles satisfactorios en Lengua y en Matemática, especialmente en secundaria. A nivel internacional, los resultados del Erce reflejan lo mismo: muchos alumnos no llegan al mínimo esperado, con cifras alarmantes en sexto grado. A esto se suma que sólo el 22% de los estudiantes de 15 años llega en tiempo y forma con aprendizajes aceptables. En Chile, ese porcentaje asciende al 38%, lo que muestra que el sistema argentino no sólo enseña poco, sino que también expulsa o deja atrás a muchos en el camino.
Menos alumnos, más presupuesto, mismos problemas
Argentina atraviesa un cambio demográfico histórico: la natalidad cayó con fuerza desde 2014 y, por primera vez en décadas, hay menos chicos ingresando al sistema educativo. Entre 2019 y 2023, la matrícula en el nivel inicial se redujo en más de 182 mil alumnos, y desde 2022 esa misma tendencia comenzó a impactar también en la primaria.
La baja en la cantidad de alumnos reduce la presión sobre el sistema: ya no se necesitan tantas aulas nuevas, infraestructura ni más docentes. Pero asumir que esto, por sí solo, mejorará la calidad educativa sería repetir el mismo razonamiento equivocado de antes: creer que más recursos –ahora por alumno– garantiza mejores resultados.

Por eso, es fundamental cambiar el diagnóstico: la calidad educativa no depende sólo de cuánto se gasta, sino de cómo se administran los recursos, sobre todo los recursos humanos. Las evaluaciones nacionales e internacionales revelan año tras año que el deterioro educativo no se detiene, pero esa información rara vez se traduce en decisiones. ¿Por qué? Porque los recursos no se gestionan con eficacia.
Hoy, el sistema desalienta el compromiso y la iniciativa porque no recompensa el esfuerzo ni los resultados. La carrera docente está estructurada sin incentivos que reconozcan a quienes se destacan ni herramientas para apoyar a quienes enfrentan mayores desafíos. En ese contexto, muchos docentes con vocación se ven frustrados o desmotivados, mientras que otros se adaptan a una lógica de baja exigencia que el propio sistema permite –o incluso promueve–. Así, la educación pierde atractivo para quienes quieren marcar la diferencia y empuja al sistema a la mediocridad.
Sin un cambio profundo en la organización y gestión del sistema, la baja natalidad no resolverá nada. Peor aún, podría agravar la exposición del fracaso educativo: con más recursos por estudiante y sin excusas presupuestarias, la falta de mejoras dejará en evidencia que el verdadero obstáculo es la mala gestión.
Cómo se puede aprovechar el cambio demográfico
Como el problema principal no es la falta de recursos –y mucho menos con la caída en la natalidad–, es posible mejorar la calidad educativa sin aumentar el gasto. Pero eso exige un cambio de enfoque: una gestión centrada en resultados.
El cambio tecnológico puede ser un gran aliado en este proceso. Las nuevas herramientas permiten personalizar el aprendizaje, facilitar la gestión escolar, reducir el trabajo administrativo del cuerpo docente y amplificar el impacto de los docentes que trabajan bien. Pero, para que eso ocurra, hace falta conducción: visión, estrategia y capacidad de implementación. Sin una gestión moderna, la tecnología sola no cambia nada.
Por eso, el sistema también necesita orden. Hay que recuperar el federalismo y asumir responsabilidades. El Estado nacional debe enfocarse en coordinar, en evaluar y en garantizar transparencia. Las provincias, en financiar, en ejecutar y en rendir cuentas por los resultados. Con roles difusos, nadie es responsable del fracaso educativo y no hay un rumbo claro.
También hay que formar a los docentes para que sepan enfrentar los desafíos reales del aula –darles herramientas concretas para abordar las áreas donde los estudiantes más fallan– e intervenir con precisión en las escuelas más rezagadas. Para eso, es clave transparentar los datos de las pruebas por escuela y cruzarlos con información censal, construyendo diagnósticos más completos del contexto de cada comunidad.
La caída de la natalidad es una ventana de oportunidad. Hoy el sistema tiene menos presión, más recursos por alumno y mediciones de resultados claras. Es hora de tomar decisiones valientes, reorganizar el sistema y poner el aprendizaje de los alumnos –y no la defensa corporativa del cuerpo docente– en el centro de todo.
*Economista de Idesa