Las lágrimas se deslizan como gotas de rocío sobre la cara Dayana Narbay (30) al deshilvanar el hilo largo que la llevó al consumo de drogas.
Mientras el sol de febrero estalla sobre las paredes de la casa que la Red Puentes tiene en barrio San Ignacio, donde la joven recibe contención y acompañamiento para dejar atrás la adicción, sus manos lánguidas sostienen los libros que escribió: Mi vida en mil pedazos, escrito en el 2021, y Cocaína, líneas de un adicto, en 2023.
En esos textos relata su desgarradora experiencia al atravesar el laberinto en el que se perdió por el “pipazo”. “Nunca pensé que los iba a publicar. Los escribía como un diario”, dice a La Voz. El impulso se lo dio “Piti” Tisera, una referente del asentamiento La Favela, en barrio Villa Urquiza, de la ciudad de Córdoba, donde nació y aún vive.
La lectura y la escritura la mantienen conectada con el mundo, el mismo del que se aisló varias veces. Su libro favorito es Mi planta de naranja lima, de José Mauro de Vasconcelos, y lo descubrió en la biblioteca cuando cursaba el secundario.
Aún lee, escribe y sueña. Sueña por ella, por su hijo de 4 años, y ruega para que su marido se recupere. La Red le da las herramientas que necesita para salir adelante. Durante seis horas diarias, convive en la casita” con otras personas que atraviesan situaciones similares. Sabe que la lucha es diaria.
Cómo empezó
La droga se metió en la vida de Dayana en 2014 cuando conoció a Sebastián, su pareja. Entonces tenía 19 años. Él consumía cocaína y ella no sabía de qué se trataba esa droga. Antes, sus días transcurrían entre el trabajo y su casa.
Intentó persuadirlo para que la dejara, pero ella quiso probar pensando que podía dejarla. “Él me dijo: no es tan fácil salir de esto”. Al principio, lo hizo de forma aislada, pero después se volvió constante. Consumían juntos.
En el 2020, durante la pandemia de coronavirus, se hicieron amigos de un joven que consumía “pipazo”. No tenía dónde vivir y lo invitaron a su casa. Esta persona tenía facilidad para conseguir la droga. Una vez que lo probaron, no pararon. “Nos atrapó. No pudimos dejarlo”.
En semanas, su cotidianeidad se volvió desordenada, sin horarios ni responsabilidades. Dayana trabajaba como costurera. “Tenía un horario para drogarme. La droga me bloqueaba, por eso trataba de hacer todas las cosas antes”.
Al no tener un ingreso fijo, vendieron las cosas de la casa, incluso el inodoro y los cables de luz, para comprar más droga. Se quedaron sin nada.
A la calle
Cuando no hubo más que vender, salieron a “cirujear” o a mendigar por las calles. Recibían mercadería o ropa, y las vendían para conseguir droga. Cuando ya no pudieron conseguir más nada, Dayana comenzó a prostituirse.
“Corría hasta la avenida Colón, paraba los autos y me prostituía. Así conseguía dinero”. Con el tiempo, esa actividad se volvió natural para ella, incluso su marido la acompañaba y se fijaba en qué auto subía. Una vez que obtenía el dinero volvía al barrio, a comprar drogas a “los tranzas” del frente de su casa.
La pareja tocó “muchos fondos”, uno de ellos fue cuando la suegra de la joven se enteró de que habían vendido todo lo que tenía la casa y los corrió. No tenían a dónde ir. Se fueron a las costas del arroyo El Infiernillo, al oeste de la ciudad. Allí estuvieron dos meses, con solo un colchón.
Mientras permanecían en el arroyo, la Policía les ofreció llevarlos a un hotel del Centro, pero se quedaron porque no querían separarse. Incluso la madre de Dayana le ofreció que fueran a su casa y le vaticinó que estaba embarazada. “Le dije: estás loca. No pensaba tener un hijo, pero sí estaba embarazada”.
Una luz de esperanza
Aún sin estudios médicos y sin saber de su embarazo. Dayana ya estaba apartada de sus afectos, no quería que la vieran mal. A veces, cuando no consumía, los visitaba, pero después volvía a caer. Seguían a orillas del arroyo. El amigo que los metió al mundo del “pipazo” encontró una casa y los invitó, pero desistieron.
Pasaban los días caminando y buscando alimentarse de las sobras de los restaurantes o de los tachos de basura. Siguió prostituyéndose. No se cuidaba y cuando se enteró que estaba embarazada, también supo que tenía sífilis.
Llegó un momento en que se cansó de vivir en el arroyo y quería volver a su casa. Su marido la consolaba y le decía que iban a conseguir un lugar. Él tenía un librito pequeño que había encontrado, era el Nuevo Testamento. Y le dijo: “Si Dios existe, nos tiene que sacar de acá”.
Pasaron los días, más personas se enteraban de que estaban ahí, les llevaban alimentos y trataban de conseguirles una casa, pero no era fácil, por la pandemia. Hasta que apareció un chico de La Favela y los llevó. “Nos dijo: no miren atrás. Comienza algo nuevo para ustedes”.
Se quedaron en la casa de “Piti”, descubrió a Dios en la iglesia evangélica y dejaron de consumir. Estaban acompañados y hacían actividades todo el tiempo. Se hizo los estudios y pasó el embarazo muy bien. Su hijo nació sin problemas de salud. Vivieron un año así. Habían logrado reconstruir su vida, alquilaban una casa, su marido tenía trabajo y ella hacía costuras.
La recaída
Cuando su hijo tenía 8 meses, recayeron. De nuevo perdieron todo lo que habían conseguido en esos meses, hasta la máquina de coser. Dayana volvió a prostituirse y pedían plata o alimentos para el bebé en la calle. A veces iba a la iglesia, pero no lograba engancharse.
“Estábamos de nuevo en picada”. Su miedo se hizo más latente cuando pensó que podían quitarle a su hijo. Sospechaba que alguien los había denunciado a las autoridades. Se cambiaban de casa, hasta que decidieron mudarse a Parque República. Ahí también pedían y mentían para que los ayudaran con plata o con mercadería para seguir drogándose. “Lo expusimos mucho a mi hijo, lo usábamos como escudo para conseguir drogas”.
Se estaba muriendo. Rogó a Dios volver a la iglesia. Incluso su hijo se salvó de la muerte porque lo amamantaba mientras consumía. “Vivíamos mal. En medio de la mugre”. Un día su hijo se metió una tapita en la boca y casi muere asfixiado. Ella no lo vio. Cuando llegó su marido, lo salvó. “Estaba concentrada en drogarme. No podía ser madre”.
Siempre recibían mucha ayuda de las personas en la calle y cobraba la asignación universal por hijo. “Éramos tan adictos que primero comprábamos droga y después la comida para el bebé”.
Seguir, a pesar de todo
La recaída duró al menos ocho meses. Y de nuevo volvió el miedo de perder a su hijo. “La Policía y otras personas fueron a casa y nos dijeron que la próxima vez nos lo iban a quitar”.
Se desesperó y quería estar en la iglesia todos los días. Planteó la situación y “las visitas” no regresaron. Luego, pidió ayuda a Red Puentes, donde recibió contención y la alentaron a seguir recuperándose.
Regresó con su familia, a La Favela. Desde hace tres años ya no consume, pero su esposo sí. “No está bien. Al regresar al barrio se le potenció el consumo porque tiene más facilidad para acceder a la droga”.
Ella pudo reconstruir todo lo que había perdido. Cobra su pensión por discapacidad y nunca dejó de ir a la Red. “No puedo decir que me curé, es una pelea diaria. Digo: hoy lo voy a lograr”.