Fin de año nos invita a hacer balances. No es obligatorio. No estamos hablando de los negocios o las empresas que lo hacen puertas adentro.
En lo personal, quizá no sea el momento oportuno para cerrar las puertas como hace el mundo económico y desde adentro balancear lo positivo y lo negativo.
A mucha gente, Navidad y Año Nuevo la sensibiliza de tal manera que ningún análisis puede ser objetivo. Se hace presente lo que no hace magia.
Todo dependerá de los lentes que usemos para analizar y valorar lo vivido: los oscuros, que ven lo que nos falta, o los claros, que iluminan los logros, por pequeños que sean.
Seguramente no faltan razones individuales y sociales para que el balance tienda a inclinarse a lo negativo; y, para contrarrestarlo, hay que positivizar los llamados “hechos mínimos”: un café con un amigo; una charla sosteniendo la mirada; un paseo para gozar de todo lo que la naturaleza nos brinda de manera gratuita; un llamado a esa persona que inyecta alegría, vida, esperanza; una lectura que nos enfrente con mundos y modos de vivir conectados con la verdad y los sueños.
El amor es la principal puerta por abrir, y el abanico que nos ofrece es muy amplio.
Se extiende más allá del amor de pareja. Los hijos, los nietos, el trabajo, los amigos, el estudio, los hobbies, el hogar, por nombrar sólo algunos de los senderos del amor por transitar y al alcance de todos.
Hay que salir a buscarlos, a encontrarlos, recorrerlos y saborearlos, y llenarnos así de energía positiva para atemperar lo que produce angustia y desesperanza.
No sabemos qué nos depara 2026.
Ojalá sea un mundo menos cruel, con escuelas valorizadas, más empleo, más producción, más empatía, más solidaridad y más corazones abiertos para alojar a quienes, cercanos o no a nuestras vidas, necesitan ese gesto de hospitalidad.
Falta mucho por hacer, y hemos naturalizado que en el balance lo positivo tenga poca prensa, pero sabemos que hay familias que hacen todo lo posible para respetar infancias y adolescencias, alumnos que aprenden y docentes que enseñan con alegría.
Y como es época de buenos deseos, prefiero hacer un balance desde allí.
Ojalá todos los niños que llegan al mundo sean alojados en el amor.
Ojalá los padres tengan tiempo para una crianza gozosa.
Ojalá puedan asegurarles el abrazo, el juego, la mirada, la ternura, la palabra.
Ojalá desde el amor puedan limitarlos para que aprendan de chiquitos que las conductas tienen consecuencias y que nadie tiene todo ni puede todo.
Ojalá, ya adolescentes, se encuentren con padres y docentes maduros, que acepten el paso de los años, que les dejen la posta, que no compitan por la juventud eterna, que los ayuden a soñar.
Ojalá la escuela se acerque a sus vidas, los contagie del amor por aprender, investigar, pensar, convivir.
Ojalá entre todos podamos transmitir una ética a puro ejemplo, respeto, confianza y coherencia.
Ojalá los funcionarios liberen al hombre de la angustia por sobrevivir y achiquen la brecha social que despierta tanto resentimiento.
Ojalá la escuela pública se vuelva a poner de pie con la jerarquía que supo tener.
Ojalá que quienes usamos los medios de comunicación transmitamos más de esas buenas noticias que esperanzan y tejen un futuro posible para las nuevas generaciones.
Como venimos diciendo hace mucho tiempo, es momento de volver a mirarnos y sostener tiempos de conversación en los que las ideas distintas, en vez de separarnos, nos enriquezcan el pensamiento y la empatía.
Esperemos el 2026 deseando fuertemente un mundo y un país menos desiguales y más justos en la línea de partida.
Mientras tanto, un brindis por la vida y, como decía el maestro Ernesto Sábato, para recuperar esa dosis de cultura y humanidad que venimos perdiendo.























