La vida nos viene del Otro. Alguien decide nuestro ingreso al mundo.
Lo hacemos en un estado de inmadurez y de indefensión tan absoluta que exigimos la presencia de alguien que nos aloje en el amor, ese amor que mira, escucha, descifra el llanto, acompaña y dona el tesoro del lenguaje
Es en la escena familiar donde arranca la vida y el aprendizaje, de la mano de padres que asumen su función, que no tiene nada que ver con engendrar y parir.
La biología no nos convierte en padres si no hay un hacerse cargo de la cría. Alguien que en función materna sostenga y organice el mundo caótico de un bebé que tiene que aprenderlo todo, sin elegir nada.
Será el Otro quien descifre su llanto y lo trasforme en demanda, acercando el pecho o la mamadera, acunando, abrazando, llenando ese psiquismo de arrorroes, mimos, voces, olores, sonidos.
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A la hora de aprender a caminar, allí estará el otro permitiendo o no el gateo, dando la mano y diciendo “upa” frente a los tropiezos inevitables, estimulando o inhibiendo...
Y así con todos los aprendizajes.
Un pequeño no aprende para el futuro o porque intuye el valor del conocimiento. Lo hace porque ve las caritas felices de sus padres cuando aprende algo nuevo.
El salto a la escuela
Frente a tanto fracaso escolar, frente a tanto inscripto-no alumno, sin deseos de aprender, vale preguntarnos si algo estará pasando con el amor.
Estamos situando, desde el origen, lo intelectual intrincado con lo afectivo.
El niño trae un potencial al nacer que se desplegará en mayor o menor medida de acuerdo a la calidad del vínculo con el Otro.
Si ese Otro cree saberlo todo, si no reconoce en sí mismo alguna falla, obstaculizará el encuentro del hijo con el conocimiento, ya que está todo el saber depositado en él.
Si el Otro todo lo sabe, ¿qué puede aprender él?
Si la madre lo ubica como colmador de su deseo e impide que el padre ingrese como tercero representante de la ley, obturará el proceso de conocimiento.
Sólo en mujeres-madres, deseantes más allá del hijo, es posible pensar el surgimiento del deseo de saber a través de la pregunta: ¿qué desea ella más allá de mí?
Ese narcisismo infantil quebrado será el motor de las primeras investigaciones y búsquedas.
Fue necesario primero la alineación, la simbiosis y luego el corte vía la agresividad primordial, para que en ese corte, el preguntar, el desear en nombre propio, sea posible.
La agresividad aparece en la conducta del bebé-niño a través de caprichos, rabietas y oposiciones, ya que en toda separación (y esta es la primera) algo de la agresión se pone en juego.
Narcisismo herido
Las primeras preguntas infantiles en torno de las diferencias sexuales y la llegada de un hermanito tienen que ver con este narcisismo herido (“no soy todo para mi madre”) y marcan que el aprender tiene un costado de sufrimiento.
Cada conquista en el campo del conocimiento implica una renuncia, una pérdida. Se recuerda a condición de olvidar. Es casi bíblico: Adán y Eva pierden el paraíso totalizador por curiosear, por querer saber de las diferencias.
Pasando a la escena escolar, sería deseable que el aprendizaje se dé por amor al conocimiento.
Esa es la via regia por la que se desliza sin dificultades el proceso. Por ejemplo, aprendo la materia Historia porque me encanta y la disfruto.
La otra vía es la transferencia con el docente: estudio porque es muy capaz; da buenas clases; tiene onda; nos conecta el conocimiento con la vida. Y hay que cumplirle.
En ambos casos, lo que circula es el amor.
De ahí que podemos asegurar que para que el aprendizaje sea una feliz posibilidad, deben encontrarse el deseo de enseñar y el de aprender.
Y de eso se trata el amor, la alegría y la verdad en el aula.
Al igual que en la escena familiar, en lo escolar el amor no se semblantea. Está o no está. Y no da igual.