El doble femicidio de Luna Giardina y Mariel Zamudio en Córdoba volvió a la agenda pública y a las conversaciones diarias la problemática de la violencia de género. En ese contexto, muchas veces, en nuestro intento por entender semejantes atrocidades, tildamos de “monstruos” a quienes las cometen y olvidamos que quienes cometen estos crímenes son varones reales, socializados en una cultura que habilita, celebra o minimiza la violencia.
Pablo Laurta, único acusado por el doble femicidio y por secuestrar a su hijo, no era un animal, ni un extraterrestre, ni alguien con problemas psiquiátricos. Reducir estos crímenes a la “locura” individual sería una escapatoria para no mirar lo estructural: los discursos que los alimentan, las redes que los amplifican y los silencios que los vuelven posibles.
“Varones Unidos”, el espacio creado por el doble femicida, no es una rareza en los márgenes de internet. Es la punta visible de una constelación de comunidades que banalizan el odio, etiquetan a las mujeres como “enemigas”, fogonean la idea de “denuncias falsas” como regla y presentan los avances en derechos como una amenaza.
En esa línea, referentes de estos discursos como Agustín Laje, Nicolás Márquez y otros son hoy parte del entramado ideológico que respalda a Javier Milei, presidente que minimizó en reiteradas oportunidades la violencia y desigualdades de género.
Los discursos de odio son aquellos que promueven, incitan o legitiman la deshumanización y la violencia contra personas por su pertenencia a grupos (género, orientación sexual, origen, ideas). Cuando ese combustible se mezcla con desigualdad e impunidad el resultado es letal.
Entonces, ¿para qué se “unen” así estos varones? Para reaccionar y disciplinar. Para construir sentido común contra la igualdad. Para decirles a otros varones que la violencia es una opción validada por pares.
Un estudio académico del Conicet, realizado por Gabriela Bard Wigdor y Mariana Magallane, analizó en 2016 los discursos de “Varones Unidos” y reveló su estrategia: deslegitimar el feminismo, reinstalar el “orden” heteropatriarcal y blindar el poder masculino con un repertorio que va del “síndrome de alienación parental” al pánico moral por la Educación Sexual Integral. No se trata de anécdotas: son marcos de interpretación que justifican el control y, en sus bordes más oscuros, el daño.
Pero el problema excede a unos cuantos “trolls” sueltos por internet. El Laboratorio de Estudios sobre Democracia y Autoritarismos (Leda) encontró que el 26,2% de la ciudadanía promovería o apoyaría discursos de odio y otro 17% sería indiferente. Casi la mitad del país entre la adhesión y la pasividad.
Por su parte, Amnistía Internacional mostró que el 63,5% de las periodistas sufrió violencia digital y que una de cada tres mujeres fue agredida en redes durante el debate por la legalización del aborto. Un informe de la organización Comunicación para la Igualdad llegó a un resultado muy similar. El Observatorio del Inadi, por su parte, documentó cómo las fake news en Twitter funcionan como combustible para ese odio que se multiplica en cadena.
Por eso, la conversación urgente no es “cómo hacemos para que ellas denuncien mejor”, sino “qué vamos a hacer los varones”. Sí, los varones: no los “buenos” en abstracto, sino los concretos que están en los grupos de WhatsApp, en los asados, en los estudios de TV y en las aulas.
Los que callan cuando un amigo “bromea” con violencias. Los que comparten hilos misóginos “por chiste”. Los que creen que la ESI “les lava el cerebro” a sus hijos mientras consumen, sin pestañear, influencers que enseñan a humillar. La pedagogía de la crueldad también se aprende en casa y entre pares.
Este no es un llamado a la culpa, sino a la responsabilidad. A organizarnos en sentido inverso: varones que hagan lugar a las voces de mujeres y disidencias en el trabajo; que acompañen a amigos en procesos terapéuticos; que corten con la lógica del “aguante” cuando hay señales de control, celos o persecución.
Mientras algunos venden la fantasía de que “hoy cualquier varón puede ser destruido por una denuncia”, las estadísticas dicen otra cosa: cada año, en Argentina, casi 300 mujeres son asesinadas por varones. Y hay miles que sobreviven a violencias que nunca llegarán a un juzgado. Si de miedo hablamos, el miedo es de ellas.