Nos han tocado momentos difíciles para criar, para educar, para ejercer nuestra praxis. Los tiempos corren… Todos corremos…
La posmodernidad nos enfrenta a una temporalidad que parece ir más de prisa que el reloj de todos los tiempos. Todo rápido, instantáneo, breve, perecedero.
Cultura de lo fast, de lo inmediato. Triunfo de lo efímero: dietas y cremas milagrosas, terapias brevísimas, libros de autoayuda.
El malestar de la cultura tiene hoy esas connotaciones: cambios vertiginosos, profundas paradojas, crisis de valores que enfrentan al ser humano a vacíos existenciales en los que los síntomas adictivos encuentran su terreno más fértil.
Vacíos a llenar. Tiempos que apremian. Vínculos perecederos.
Hoy se han sacudido todas las certezas, pero quedan algunas. Quienes somos padres estamos convencidos de que nos han tocado tiempos difíciles para educar, que deseamos lo mejor para nuestros niños y que, a pesar de las buenas intenciones, nos equivocamos una y otra vez.
A partir de ahí, se acaban las certezas.
Están quienes reconocen sus errores y tratan de cambiar solos.
Están quienes piden ayuda.
Quienes prefieren no ver.
Quienes adjudican culpas a los otros.
Alguien dijo que pensar en el hombre casi equivale a salvarlo. Hoy cobra mucha vigencia, porque suele faltarnos el tiempo para pensar en esa construcción tan particular y maravillosa que es la del vínculo con cada hijo.
Pensar infancias y adolescencias en los tiempos que corren es una tarea que nos involucra a todos. Educar es un trabajo entre todos.
Una de las dificultades actuales es que, a diferencia de antaño –cuando nuestros padres elegían qué mundo entraba a nuestra cabeza y corazones– hoy los chicos aprietan botones y está todo el mundo ahí, en sus aspectos positivos y en sus peores crueldades.
Hay todo un trabajo por hacer para dosificar, filtrar y controlar pantallas.
Hay todo un trabajo por hacer (y eso requiere tiempo) para asegurar el amor, el juego y la amistad en la infancia, que requiere momentos de mirada, palabra y acompañamiento.
¿Cómo llega el amor en los tiempos que corren? ¿Cómo hacer que nuestros hijos se sientan valiosos si la hiperocupación y/o la hiperconexión nos dejan sin tiempo real y gozoso para mirarlos, escucharlos y mostrarles todos los mundos posibles más allá de lo virtual?
¿Cómo enseñarles a jugar o acompañarlos en el deporte sin tiempo? ¿Cómo invitar a amigos, seguir sus aprendizajes, estar atentos a sus emociones en esa vida tan a prisa?
¿Cómo poner límites amorosos si no hay tiempo para mirar la escena, escuchar sus explicaciones y no caer en penitencias y retos injustos y apresurados?
Como siempre, es imposible generalizar, pero daría la sensación que hay menos padres disponibles. Que los proyectos personales, profesionales, laborales, estéticos, narcisísticos son más importantes que el proyecto de construir una familia.
Obviamente que cada familia (al modo que esté constituida) hace lo que puede. Pero cuando las dificultades aparecen, es más oportuno implicarse y pensar en las equivocaciones y el modo de resolverlas que adjudicar los errores a terceros (maestra, abuelos, amigos, pantallas) o pedir que la escuela construya lo que los padres no pudieron.
Hay muchas decisiones y elecciones que tomar cuando uno decide ser padre.
Hoy rescatamos esta: o quiero un hijo que tenga, que no le falte nada (como si eso fuera posible), o quiero un hijo que sea buena persona, empático, deseoso de aprender y de tener amigos.
Para la segunda opción, el reloj no debe apurarnos. Hay que estar, estando.























