El llamado estrés parental parece ser un síntoma de la época, aunque siempre hubo padres ansiosos, impacientes y agotados.
Es que criar niños es, fue y será una tarea compleja, para la que no existen manuales.
Los chicos sacuden las teorías y las certezas y cada hijo enfrenta a los padres con un desafío diferente.
Hasta no hace mucho tiempo, el peso de la crianza en general recaía sobre la figura materna (vale aclarar que también el disfrute).
“De los niños se ocupan las madres”, solíamos escuchar, y se insistía en poner al padre sólo en el rol de proveedor, privándolo del vínculo temprano con los hijos.
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Por múltiples factores, eso cambió y hoy es habitual que ambos progenitores trabajen muchas horas (cada vez más) y después compartan las tareas del hogar y la atención de los hijos.
Compartir es una hermosa palabra que a veces cuesta poner en acción, ya que la ecuación femenino-crianza sigue vigente en muchos hogares,
Ver a padres que acompañan y disfrutan el crecimiento de los hijos es muy gratificante y esperanzador.
El estrés supone un agotamiento físico y mental, porque criar implica tiempo, dedicación, esfuerzo y responsabilidad.
Nada tiene de sencillo atender las necesidades básicas, estimular el desarrollo acompañando cada aprendizaje, vencer los miedos y las incertidumbres que cada hijo despierta.
Se dificulta aun más en un contexto de inseguridad creciente y en muchos casos sin contar con la red familiar de sostén y ayuda, que en el pasado era mucho más frecuente.
Hoy muchos abuelos deben seguir trabajando por necesidad o por pasión por lo que hacen, y ese es un derecho que nadie discutiría.
A veces la hiperocupación de los padres se acompaña con la agenda completa de los hijos y el consecuente cansancio por la intensa logística entre las actividades académicas y las extraescolares.
El cansancio suele volvernos intolerantes al llanto, a las rabietas y caprichos (inherentes a la infancia) y a las rebeldías (propias de la adolescencia), sin entender que la mayoría de las veces son expresión de algo que les pasa y que no pueden poner en palabras.

Un equilibrio deseable
Al buscar salidas para el estrés parental, aparece la palabra equilibrio, entre el tiempo fuera y dentro de casa, para lo que hay que revisar las prioridades.
También la necesidad de optimizar los momentos de encuentro con los hijos estando de verdad disponibles, mirándolos, escuchándolos y haciéndoles sentir lo valiosos que son para nosotros.
Obviamente que ese tiempo de calidad brindado exige desconectarnos de pantallas, del trabajo y de otros distractores.
Sería óptimo recuperar momentos de diálogo, de juego compartido y de relatos de la vida cotidiana y de historias familiares.
Si el agobio aumenta y el malestar por no responder al mandato social y familiar de ser “buen padre” se acrecienta, sería importante buscar ayuda (especialmente para poner en cuestión ese mandato).
Un “buen padre” se equivoca, reconoce el error e intenta al menos rectificarlo.
Un “buen padre” sabe que los vínculos se construyen y que en esa construcción, la dificultad y el desacierto pueden decir presente. Y que a veces una ayuda externa, un profesional que a modo de orientación ayude a pensar en la dinámica familiar y en cada vínculo en particular, puede colaborar para rectificar rumbos y disolver el estrés que nos impide algo que nadie debería perderse: disfrutar con los hijos.
Para que esto sea posible, necesitamos un Estado que nos acerque a todos la posibilidad de salir del registro de la “supervivencia”, asegure trabajos dignos, nos permita acceder a la salud y la educación, porque de no ser así, ese “disfrute” es y será sólo para algunos.
Lo estamos viviendo.