Septiembre es el mes en el que celebramos el Día del Docente y el del Estudiante en fechas muy cercanas.
Y lo que sucede en el almanaque sucede en la realidad, donde apenas 10 días separan los homenajes a ambos.
Un proverbio zen dice: ”Cuando el alumno está listo para aprender, seguro un maestro aparecerá”. ¿Es que la condición de estudiante es previa a la del docente?
En realidad, uno es aprendiente desde que nace, pero la condición de alumno se gesta en el colegio, en el encuentro con el docente, en encontrarle sentido a la escuela y a lo que ese maestro o maestra le acerca como conocimiento y experiencia de vida.
Pero en el trayecto escolar, que empieza cada vez más temprano, hay encuentros y desencuentros.
Lo que espera el docente
El docente espera niños y a veces llegan “cuasi bebés” disfrazados de escolares: no se han separado del todo de su mamá; no han inaugurado el pensamiento simbólico; no están educados; no registran al otro; no saben jugar.
El maestro espera alumnos y se encuentra con inscriptos que van a la escuela porque es obligatoria, pero sin deseos de aprender. Dicen presente y se retiran, aunque dejen sus cuerpos. Atravesados por la tecnología, parecen dispersos, fugaces, pasivos.
El maestro espera algo de homogeneidad (por la edad) y se encuentra con la más absoluta diversidad.
El maestro espera padres que acompañen y se encuentra con la ruptura del pacto fundacional familia-escuela. ¿Cuándo dejamos de ser socios educativos?
El maestro espera respeto con su sola presencia y se encuentra con que debe ganárselo día a día.
El maestro espera reconocimiento y prestigio profesional, y se encuentra con funcionarios e instituciones que degradan su figura o la tiñen de significantes que tienen que ver con la beneficencia, el servicio, el apostolado como un modo solapado de no jerarquizar el trabajo docente.
No podríamos dejar de marcar el desencuentro con la sociedad en general, que viene desvirtuando el sentido de la escuela pidiendo cada vez más jornadas extendidas y depositando en ella responsabilidades y tareas que corresponden a la familia y a otras instituciones.

Aprender y enseñar
Ir a la escuela sin encontrarle sentido es el mayor desencuentro.
El mayor encuentro es que se junten el deseo de aprender con el deseo de enseñar, en el contexto de una familia que elige un proyecto y acompaña el proceso.
Podríamos mirar ahora la escena desde el lugar del niño: ¿y si se encuentra con un docente sin deseos de serlo? ¿Y si se encuentra con un maestro al que le molestan sus preguntas?
¿Y si se encuentra con un profesor al que no le interesa su historia como sujeto de aprendizaje y lo sostiene todo el año como enigma, como extranjero? ¿O con un docente fascinado por la tendencia actual a la rotulación, a la medicalización?
¿Y si se encuentra con un maestro que no está atravesado por la cultura y que, por ello, no es capaz de mostrarle todos los mundos posibles? ¿O con un docente que, por mirar lo que le cuesta aprender, no descubre sus capacidades y sus talentos?
En fin: encuentros y desencuentros. De todos los señalados, quizá el más contundente es el de estar sin estar, tanto del alumno como del docente.

Ese simulacro es germen de violencia, de enfermedad psicofísica o, al menos, de convivencia difícil.
Urge recuperar el sentido de la escuela, como transmisora de valores, como mostradora de mundos posibles a las nuevas generaciones y transformadora de destinos prefijados como si hubiese biografías con finales anticipados.
Necesitamos una pedagogía humanizante que rescate el valor de la palabra como modo de expresión y los ayude a construir proyectos de vida.
Quién soy, qué soy, qué quiero ser y hacer, son interrogantes que entran a la escuela con cada alumno. Y las respuestas, por ser subjetivas, requieren de aulas donde las diferencias, lejos de borrarse, sean el motor de la búsqueda.