Jorge Torres Suárez (69) nació en Elena, localidad del norte del departamento Río Cuarto, en un contexto complejo. Su mamá y su papá eran analfabetos. Su infancia transcurrió en una humilde vivienda de la zona rural, con letrina, piso de tierra y sin energía eléctrica.
No llegaba ni a los cinco años cuando, junto a su hermano, cargaban mondongo en bolsas de arpillera, que su mamá limpiaba con agua caliente en el patio, para que al salir del colegio vendieran en el vecindario. En otras ocasiones, para juntar un peso más, la familia a pleno (padres y niños) quitaba a mano los yuyos en campos cercanos.
A los 12, al finalizar la escuela primaria, autogestionó su ingreso al secundario. Fue de propia voluntad, sin apoyo de ninguna persona mayor de su entorno.
Mirando hacia atrás, sostiene que la educación pública y la influencia positiva de algunas personas, que supo absorber, le permitieron “eyectarse” de ese escenario precario.
“El sacerdote Raúl Farioli, de la escuela parroquial, siempre me decía que tenía que terminar el secundario y que me iban a acompañar”, menciona.
La educación, clave para emerger
Fue una niñez de carencias y de trabajo duro, con más horas destinadas a las tareas y responsabilidades para ayudar a la familia que a los juegos y al estudio.
Durante toda su etapa de secundario, trabajó en una veterinaria, y los dueños lo motivaron a seguir esa carrera en la ciudad de Río Cuarto. Comenzó a estudiar en la Universidad Nacional de Río Cuarto, pero ese mismo año debió abandonar porque había conseguido un puesto en un banco de su pueblo.

Se emociona, hoy a los 69, cuando relata que esa ocupación estable le permitió comprarles una casa a sus padres en cuotas, adonde se mudaron desde la tan precaria que habitaban.
Acostumbrado a las incomodidades, salió de la zona de confort. Renunció al banco, un trabajo soñado en el pequeño pueblo. “Tenía otras necesidades personales, quería trascender y descubrirme”, evoca ahora.
Jorge sintió que tenía que salir de ese lugar. aunque lo veía como un “un castillo de cristal, con comodidades”.
Se mudó a la ciudad de Córdoba y descubrió “otro mundo”. Intentó ingresar a trabajar a algún banco, pero no pudo. Trabajó en frigoríficos, vendió milanesas y arrolladitos de pollo y en una mueblería, entre otras ocupaciones. Hasta que decidió dedicarse a un oficio que había aprendido en Elena: la confección artesanal de cintos, billeteras y objetos en cuero.
Comenzó su raid de artesano, que se convirtió en su sostén económico y estilo de vida por años. Sus primeras ventas las hizo sobre una manta en la peatonal de la 9 de Julio, en la Capital, y luego ya se mudó a un puesto en el Paseo de las Artes. Participó de ferias y eventos importantes de artesanías.
De artesano a médico
Antes de los 30, ya instalado en Córdoba, decidió comenzar a estudiar Medicina en la UNC. Agradecido del sistema público, recuerda sus mediodías en el Comedor Universitario y las horas de estudio en la biblioteca del Pabellón Argentina.
En ese nuevo mundo, conoció a quien sería la madre de sus hijos. “De una familia muy distinta a la mía, con familiares médicos y docentes de Filosofía y Letras en la Universidad de Cuyo”, marca diferencias, que no frustraron la historia de amor, que avanzó.
Cuando llegaron los hijos a la vida de la pareja, Jorge ya no pudo seguir estudiando y abandonó la facultad: debía dedicar más horas a su trabajo, que también lo apasionaba.
Su esposa logró recibirse y fue una de las que más lo motivó a que retomara la universidad. Con más de 40, volvió a las aulas de Medicina.
“Iba cambiando el plan de estudios, se me iban venciendo las regularidades, estuve mucho tiempo sin rendir, en este tiempo me separé y de la Universidad me llamaron, conocí a la decana y me dijo que si me quería recibir me iban a acompañar. Y lo hicieron”, recuerda, muy agradecido.
Su primera etapa universitaria se inició en 1983. Se recibió en 2005, con una pausa prolongada en el medio.

Cuando decidió retomar, lo hizo a pleno: le dedicaba al estudio desde las 6 de la mañana a las 16 de cada día, y en tres años logró terminar la carrera. Además de estudiar, comenzó a involucrarse en el trajinar cotidiano de los hospitales.
Cuando le entregaron el título, tenía 50 años.
Nuevo médico a los 50
Recuerda que no fue fácil su ingreso al mundo laboral de la salud. Para empezar, no pudo realizar residencia para una especialidad ya que el límite de edad en ese momento era de 35 años (recientemente se amplió hasta los 40).
Tras obtener el título de médico, pasaron dos años hasta que decidió colgar el cuero y tomar definitivamente el estetoscopio.
Dice que recibirse a una edad madura lo hizo muy consciente de su responsabilidad como médico. “En una época, vivía en el hospital. Que me dieran la comida y donde quedarme, porque para mí lo importante era aprender, y la medicina se hace en los hospitales”, apunta.
Radicado desde hace unos años en el Valle de Calamuchita, trabaja en el servicio de guardias del hospital provincial Eva Perón, de Santa Rosa de Calamuchita, además de en los servicios de emergencia y como médico a domicilio de la Mutual VGB, en Villa General Belgrano. También es médico de Pami y tiene un consultorio propio.
Está por cumplir 70 y lleva dos décadas en el ejercicio de la medicina.