La época con la agenda más cargada de compromisos son los días previos a la Navidad.
Es ahí cuando mi amigo Víctor Merlino, un gran amante de la naturaleza, me llama con una invitación muy especial e irresistible. A cualquier otra cosa le hubiera dicho que después, menos a esta.
Me invita a Santa Fe, en donde vive, a ver un pichón de pocos días de urutau.
Casi muero de la emoción: se me presentaba una posibilidad única de ver a esta increíble ave y su comportamiento de crianza.
Le había pasado el dato el cuidador de un campo. Y me advirtió dos cosas: una, que aún nos debía autorizar el dueño; y otra, que si caían dos gotas ni entrábamos ni salíamos por días de ese lugar.
El llamado de Víctor fue a las 20. A las 4 de la madrugada ya estaba en la ruta rumbo a Santa Fe.
Objetivo uno: buscar a Víctor por su pueblo. Objetivo dos: ir a la casa del dueño del campo a explicarle sobre la aparición, caerle simpático (le llevé un libro mío de aves como regalo). Objetivo tres: que el pronóstico erre y no llueva.
Todo eso pasó y tipo 10 de la mañana encaramos rumbo al campo por un camino que parecía de talco, pero marrón, con un calor sofocante. Todo el camino rodeado de buen monte.
Reyes del camuflaje
Los urutau son casi imposibles de observar de día: son muy miméticos. Son aves nocturnas y de día descansan.
Se posan en un tronco o una rama en la que, por su plumaje críptico, parecen continuarla y ante una amenaza se quedan inmóviles, con el pico apuntando hacia arriba y los ojos parecen estar cerrados.

Tienen una adaptación increíble: unas ranuras en sus párpados para que con el ojo cerrado ellos aún puedan observar todo lo que sucede a su alrededor.
Son los reyes del mimetismo: se hacen invisibles de día, que es cuando descansan.
Sus hábitos son crespusculares y nocturnos. Se alimentan de polillas y otros insectos que cazan en vuelo con su enorme pico en forma de embudo.
Y viene algo más extraño aún y único en el mundo de las aves: para nidificar la pareja busca una rama seca y partida que esté erecta y allí en la punta coloca un único huevo y los dos, macho y hembra, lo incuban con una pose erguida, ubicando el huevo en su parte ventral.
Su cuerpo parece la continuidad del tronco con su cola apoyada y su cuerpo esbelto siguiendo la silueta de ese tronco. Todo parece una sola cosa.
Al nacer el pichón, uno de los padres está con él en el “nido”, que solo es un palo donde apenas entran los dos, y los padres lo protegen del sol y de la lluvia. Y de noche lo alimentan.
En esa etapa llegamos nosotros.
Esa foto buscada
El palo estaba a unos 50 metros de un camino en el medio de un monte con miles de palos iguales, que a unos dos metros era imposible ya verlos.
Se debía ajustar la vista al extremo y saber que se busca un ave; de lo contrario, le pasaríamos al lado pensando que es una rama seca más.

El hombre que lo encontró había nacido allí y era la primera vez que lo veía.
Le pregunté cómo lo había ubicado. Y me cuenta que dejó a su esposa una noche internada en el hospital del pueblo y, al volver tarde en su moto, se bajó a cerrar la tranquera en medio de una oscuridad de la noche sin luna. La luz de la moto quedó apuntando al monte y, al volver a subir, vio dos ojos que brillaban en la oscuridad, lo cual lo asustó y sorprendió.
Se volvió a subir a la moto, fue a su casa, buscó una linterna y regresó, se metió solo al monte de noche para develar el misterio y se encontró con esta extraña criatura de enormes ojos amarillos que, erguida, lo miraba desde un palo.
Al día siguiente se dio con que era un ave.
Para mí, llegar y observalo fue uno de los momentos más emocionantes, ya que pensaba que jamás vería a un uratau tan de cerca y con un pichón en su nido.
El calor agobiaba con más de 45 grados y las chicharras hacían un ruido ensordecedor: no nos escuchábamos al hablar.
Preparé el trípode y el equipo, y nos dispusimos a hacer lo más gratificante y emocionante del mundo para mí, que es fotografiar aves. Fue breve pero intenso.
Los más divertido era ver cómo la o el progenitor (no sabemos si era madre o padre) cumplía con el protocolo de mimetismo mirando para arriba, cerrando los ojos, inmóvil y erguido mientras que el pichón desobediente y curioso cada tanto abría sus enormes ojos amarillos que delataban su presencia.
Ahí están
Por esas cuestiones del azar y la solidaridad de los amigos, pude registrar imágenes de esta especie, pero imaginemos cuántas formas de vida pasan inadvertidas ante nuestros ojos aunque ahí están.
De ahí la importancia de proteger el monte y todos los ecosistemas, por más que muchas veces solo veamos unas ramas secas y unos pastos amarillos.
Allí, imperceptible muchas veces a nuestros sentidos, está la biodiversidad. Y es nuestro deber preservarla.
- Guillermo Galliano es fotógrafo de aves y presidente de la Fundación Mil Aves, de Córdoba



























