Si queremos verdaderamente entender cómo le va al bolsillo de las familias, la clave es mirar juntos dos datos: cuánto suben los salarios y cuánto cuesta la canasta básica, que es lo que marca el nivel mínimo para no ser pobre. El último mes en el que el Indec publicó ambos datos al mismo tiempo fue julio, así que ahí tenemos la foto más clara.
En ese mes, la canasta básica alimentaria (que mide el costo de los alimentos esenciales y define la línea de indigencia) salió $ 515.405, y la canasta básica total (que suma, además, vivienda, transporte y otros gastos esenciales), $ 1.149.353. En lo que va de 2025, aumentaron 14,7% y 12,2%, respectivamente; y en comparación con julio de 2024, cerca de un 29%.
En paralelo, los salarios subieron 2,5% en julio respecto a junio y 23,7% en lo que va del año. Los trabajadores registrados –privados y públicos– quedaron apenas por encima del promedio, mientras que los informales crecieron 3,6% en el mes, bastante más que la inflación, aunque desde un nivel mucho más bajo. Como las canastas subieron solo 1,9% en julio, los sueldos les ganaron en todas las categorías.
La perspectiva de un año completo es todavía más clara: entre julio 2024 y julio 2025, las canastas subieron cerca de 27%, mientras que los salarios lo hicieron 53%. Ese desfasaje explica la fuerte baja de la pobreza: del 42% a mediados de 2024 al 31,6% en el primer semestre de 2025, el nivel más bajo desde 2018. Para la segunda mitad del año, se espera que siga en torno al 35%.
Que la canasta aumente es inevitable mientras haya inflación. Lo decisivo es que los salarios mantengan esta ventaja: de eso depende que el alivio social no sea solo pasajero.
La otra condición para que el salario real mejore: crecer
La baja de la inflación ayuda, pero no alcanza si la economía no genera más actividad. Los acuerdos salariales dan un alivio momentáneo: permiten recuperar terreno frente a la inflación, pero no alcanzan para crecer realmente. Aun con la recuperación de los últimos meses, los salarios siguen lejos de los niveles de 2017; por ejemplo, el salario privado registrado y medido en dólares cayó cerca de 29% respecto de entonces.
Incluso los últimos datos del Emae muestran que la actividad no termina de despegar, reforzando la necesidad de crecimiento económico para que los salarios puedan avanzar más allá de la recuperación. Solo así se podrá sostener la ventaja sobre la canasta básica y consolidar la baja de la pobreza. Una inflación baja es condición necesaria, pero, sin crecimiento, la mejora del ingreso será frágil y temporal.
Lo que realmente debe cambiar
La experiencia argentina demuestra que el alivio de la inflación, por sí solo, no garantiza un progreso duradero en el poder de compra. Para que los salarios crezcan de manera sostenida, se requieren reformas estructurales que aumenten la productividad y den previsibilidad a la inversión. Tres frentes son urgentes:
- Mejorar la infraestructura productiva: invertir de manera sostenida en logística, energía, conectividad y capacitación, coordinando a Nación, provincias y municipios. Una infraestructura moderna permite que cada trabajador produzca más valor, condición indispensable para aumentos de salarios reales sin pérdida de competitividad.
- Reformar el sistema tributario: simplificar y unificar impuestos distorsivos, avanzando hacia un “súper-IVA” que absorba Ingresos Brutos provinciales y tasas municipales sobre las ventas. Esto reduciría costos, ampliaría la base de contribuyentes y facilitaría la creación de empleo registrado.
- Actualizar las regulaciones laborales: permitir que las pymes puedan desengancharse de convenios colectivos antiguos y negociar acuerdos propios que reflejen su realidad productiva. Al mismo tiempo, reducir la litigiosidad laboral –por ejemplo, aplicando plenamente la Ley 27.348 con Cuerpos Médicos Forenses– daría mayor previsibilidad a empleadores y mejor cobertura a trabajadores.
Solo en un entorno con reglas claras, impuestos eficientes y relaciones laborales modernas, la actual estabilidad de precios podrá convertirse en una recuperación genuina y sostenida de los salarios reales, condición esencial para reducir la pobreza y la indigencia, y consolidar el bienestar de las familias.