La Cámara en lo Criminal y Correccional de 7° Nominación de la ciudad de Córdoba, integrada con jurados populares, condenó ayer a perpetua a la enfermera Brenda Agüero por considerarla responsable de homicidio o intento de homicidio en serie. Cinco recién nacidos fallecieron y ocho sobrevivieron. ¿Cómo pudo pasar eso? ¿Por qué nadie lo vio a tiempo o cuando lo vieron no hicieron nada?
Veamos primero dónde pasó la tragedia. Fue en un hospital público donde la enfermera pudo actuar. En el Sanatorio Allende, donde se desempeñó en forma simultánea hasta poco antes de que se desencadenaran los hechos, no hubo descompensaciones inexplicables.
Durante el juicio, se presentaron los movimientos de Agüero, del recién nacido y de la madre en cada uno de los 13 casos. Frente a un plano del Centro Obstétrico, se describió con horarios precisos los recorridos de los tres y del acompañante, en los cinco casos en los que hubo un episodio. En todos se probó que la enfermera se las ingenió para llevarse al bebé con alguna razón o estar a solas con él y, dada su gran pericia para la dosificación y manipulación de jeringas, inyectarlos. Hubo un caso en el que, según se expuso, hasta da la espalda a la madre y actúa en la misma sala de recuperación del parto.
Nadie la vio y sólo hubo dos cuerpitos a los que se les hizo autopsia. Pero, como sucede en tantos otros crímenes, los investigadores pudieron probar cómo actuó. Las criminólogas que caracterizaron el perfil psicológico de Agüero señalaron un punto clave: la excitación que produce el no ser descubierto. Una vez, dos, cinco, nueve. Cada vez necesitó más.
Señalaron que el psicópata “se enfría” entre ataque y ataque, coteja las sospechas sobre su obra y vuelve a la carga. El 6 de junio lo hizo en cuatro oportunidades. Hasta que en el último caso, las médicas vieron en terapia el pinchazo en la espalda de la beba de María Martín. Se dieron cuenta de que era potasio y se lo revirtieron.
Pudo utilizar ampollas de insulina y de potasio y nadie notó la falta. No eran prescriptas por los profesionales, pero faltaban. No llamó la atención porque “siempre faltan” medicamentos e insumos.
Salud asegura que provee de algodón y gasa, por caso, pero los familiares fueron a comprar algodón y gasa de su bolsillo. Se lo dijeron incluso al mismísimo Juan Schiaretti cuando este los recibió en la Casa de Gobierno. Está naturalizado el robo hormiga, se deja que pase.
Tampoco llamó demasiado la atención que se descompensaran bebés que nacieron sanos, con más de tres kilos de peso y Apgar excelente.
El 28 de abril hicieron lo que se denomina análisis de causa raíz (ACR), una especie de tormenta de ideas para discutir qué pudo haber pasado ante una muerte inexplicable. El ACR es una herramienta que promueve Unicef para identificar las causas de eventos adversos y prevenirlos. Se usa en muertes maternas, fetales o neonatales.
Había para entonces dos muertes y tres bebés con pinchazos extraños y bubones en las piernas, que primero adjudicaron a la vitamina K y luego, a insectos. Participaron 13 profesionales y no encontraron razones médicas que explicaran los episodios.
Se empezó a correr la voz de que algo pasaba y que siempre ocurría con Agüero presente. Ella misma les dijo a dos de sus compañeras que la estaban señalando como autora, en una especie de chequeo de sospecha o exoneración de culpa. Hay médicas que le pidieron a la directora Liliana Asís cerrar por un tiempo la maternidad. Ella exigió que borraran fotos, que no hablaran con nadie.
Era una manera de ejercer el poder. El hospital, se dijo en la causa, era de ella y lo había moldeado a su imagen y semejanza. La pandemia y la agrupación La Carrillo, que fogoneaba al propio ministro Diego Cardozo como candidato a algo, los había empoderado. Nadie discutía nada. Todos habían naturalizado un ejercicio del poder verticalista, que se fue acentuando ante cada elección que ganó el peronismo en la provincia.
El fiscal de Cámara acusó al exministro, pero no tanto: pidió tres años de prisión (excarcelable) y lo elogió públicamente por la forma en que llevó adelante la pandemia. Explicó luego que su deber es evaluar “en un todo” a la persona. Sergio Ruiz Moreno litigó con tibieza, como esperaban sus superiores. Logró así que la cadena de responsabilidades no lo tocara y llegara sólo hasta Pablo Carvajal, su secretario de Salud y ahora examigo. Ninguno se animó a decir que recibió instrucciones de la Fiscalía General de investigar puertas adentro y esperar hasta denunciar. Todo indica que iban tomando el timing social: si pasaba, pasaba.
Confirma esta directiva el hecho de que nunca nadie les informó a las mamás qué pasaba con sus hijos. La hija de Ludmila, también atacada el 6 de junio, estuvo 19 días internada. Para entonces, la enfermera había sido apartada y sus compañeros estaban volviendo a sus funciones. Ya tenían claro cómo y quién había desencadenado los hechos, pero callaron. Como si por ser pobres debieran entregar cuerpo y alma al hospital que no les cobraba por parir.
Estaba normalizada una violencia institucional dolorosísima, al punto de que alegando una pandemia que para 2022 no existía, no dejaban que un familiar las acompañara en el momento más trascendental de sus vidas. Nadie las llamaba por su nombre y les exigían no gritar, no pedir nada.
Eso pasó. Las mamás con el dolor partido reconocían que ahora, con la enfermera que asesinó en serie condenada a perpetua, podrán empezar a sanar. Habrá que ver hasta qué punto el sistema que permitió que esto pasara se derrumbó. O no.