En el marco del Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra la Mujer (que se conmemora este 25 de noviembre), Graciela Brizuela, fundadora del primer refugio para mujeres en Córdoba en 1993, cuenta cómo era el acompañamiento en esa época, cuando aún no se hablaba ni de violencia de género ni familiar.
Su lucha a través de varias ONG y luego desde el Estado fueron fruto de un enorme compromiso con la temática. En su trabajo en Caim estudió, buscó financiamieto y trabajó ad-honorem. A la par, ejercía como abogada y criaba a cuatro hijos, hoy simbolizados en muñequitos que cuelgan de una cadenita en su cuello.
En diálogo con La Voz, contó su historia y realizó una lectura de los desafíos hacia adelante.
–¿Cómo comenzó su camino en la defensa de los derechos de las mujeres?
–Yo soy abogada, pero nunca me imaginé trabajando en esta temática. En el ‘79 nos fuimos a vivir a Bolivia con mi marido, ahí aprendí algunas cosas. Ellos tuvieron el divorcio antes que nosotros. Cuando volví en el ‘83 me uní a la ONG “Juana Manso” y ahí me encomiendan trabajar con mujeres que enfrentaban violencia, maltratadas, como decíamos. Llegaban golpeadas, con mucho temor, las escuchábamos y nos encargábamos de desmitificar ideas que las atemorizaban, porque sus parejas las amenazaban con quitarles a sus hijos, algo que no podían hacer. En paralelo, trabajé en el consultorio gratuito del Colegio de Abogados, también en atención a mujeres maltratadas. Necesitaban apoyo legal, pero también emocional y social. Ellas no llegaban con la idea de pelearse conel marido, sino de que nosotras habláramos con ellos para que cesara la violencia. Nosotras trabajábamos con el Fuero Civil en ese momento, y luego, en los ‘90, cuando crean el fuero de Familia, tramitamos todo allí. Con todo esto fui entendiendo la complejidad del problema y la necesidad de un abordaje específico, especializado.
–¿Cómo surgió la idea de crear el primer refugio para mujeres en Córdoba?
–En 1988 me voy de Juana Manso y junto con un equipo de profesionales, impulsamos la creación del Centro de Asistencia Integral para Mujeres Maltratadas (Caim), que ya existía en otras provincias. Al principio, trabajábamos en condiciones muy precarias hasta que conseguimos un espacio en el Centro Ecuménico Cristiano, en calle Lima. Desde Caim presentamos proyectos para conseguir financiamiento del abordaje en violencias y también para un albergue. A una organización internacional le gustó lo del refugio y nos dio un dinero (6.000 dolares), pero que no alcanzaba para todo. Teníamos que comprar la casa y poner cuidadoras las 24 horas. Entonces pedimos a la Nación la casa y a la Provincia que nos cubriera los salarios de las cuidadoras. Compramos una casa en barrio ATE y abrimos el “Albergue para mujeres y niños testigos de violencia”. Por ese entonces en Provincia se estaba abriendo el centro de Asistencia a la Víctima que dependía del Ministerio de Justicia, igual que hoy, pero no estaba pensado para la violencia hacia las mujeres. El albergue no solo ofrecía protección para la mujer, sino también para sus hijos. Susana Calderon era la que se encargaba más de la atención a los chicos. De allí comenzaron a surgir testimonios de abuso de los niños y allí acompañábamos también en lo legal para proteger a los chicos con la denuncia penal y el acompañamiento. Para el funcionamiento del lugar recuerdo que recibíamos ayuda de los Tribunales de Familia y de empresas que nos daban alimentos no perecederos. Hicimos muchos convenios, con el INTA para hacer una huerta y también con el sindicato de municipales para que los chicos puedan ir a la pileta y después con las escuelas municipales para que los chicos pudieran seguir yendo a la escuela. Todo siempre bajo el análisis de riesgo que hacíamos de la situación. Desde Caim también atendíamos al golpeador, en otra sede. Un profesional varón trabajaba con ellos, ahí tuvimos que poner rejas y reforzar la seguridad porque tuvimos situaciones de riesgo. De hecho, una vez uno me fue a buscar a mi casa, otro nos amenazó.
–Lo que hacían era revolucionario para la época ¿Qué resistencias enfrentaron en los inicios?
–Hablar de violencia de género era algo que no se entendía y todavía no se escuchaba. En aquel entonces, todo debía abordarse bajo el concepto, primero, de “mujer maltratada” y luego de “violencia familiar”, porque había resistencias ideológicas para reconocer específicamente la problemática de las mujeres. Nos costó mucho llegar a “violencia familiar”. Muchas veces nos tildaban de “locas”. A pesar de eso, logramos avances importantes, como que en Tribunales de Familia se atendieran las problemáticas no sólo de las personas casadas, sino que se tuviera en cuenta a la mujer maltratada. También logramos que la Justicia permitiera que las ONG especializadas participaran en los procesos judiciales. Mucha gente no entendía qué pasaba, nos preguntaban si a las mujeres las golpeaban en la calle. Nosotras nos capacitamos todo el tiempo, con organizaciones nacionales e internacionales. Fueron años de estudio en derechos humanos, en los que decíamos que los derechos humanos de las mujeres estaban en riesgo adentro de la casa. Su vida estaba en riesgo. Antes de la ley 26.485 de Protección Integral para la mujer (sancionada en 2009) todo se tramitaba en Tribunales de Familia. En ese momento nosotras no queríamos “penalizar” la temática porque creemos que la violencia de género no es un hecho puntual, sino un proceso. Antes de llevar un caso a tribunales, es crucial entender en qué etapa está la mujer, hacer una evaluación de riesgo y capacitar a los equipos que abordan estos casos. Esto es algo que aprendimos con el tiempo. En Córdoba, trabajamos por la Ley Provincial de Violencia Familiar (9283) sancionada en 2006 y fue un gran avance. Luego, la Ley Nacional 26.485 de Protección Integral para la Mujer (2009) permitió ampliar el marco de protección y reconocer específicamente la violencia de género. Pero no podemos quedarnos solo en el papel. Es necesario siempre garantizar que estas leyes se implementen correctamente y que las mujeres tengan acceso real a los recursos que necesitan.
–¿Cómo llegaban a buscar ayuda las mujeres?
–Llegaban con mucho miedo y con muchos mitos judiciales, como que el hombre les podía sacar los hijos. También había un impacto enorme en los hijos, quienes muchas veces terminaban siendo testigos directos de la violencia. Por eso, en el refugio trabajábamos con profesionales especializados, desde psicólogos hasta médicos, para abordar todas las dimensiones del problema. Como abogadas buscábamos que el hombre se fuera de la casa y ella se quedara con los chicos y se acordaba la cuota alimentaria y el régimen comunicacional. En Tribunales de Familia una asesora trabajaba con la víctima y con el victimario. Todo eso se homologaba luego por un juez. La violencia cesaba en la gran mayoría de los casos. Con los años luego se aplicó en Córdoba el “impedimento de contacto”.
–¿Hasta cuándo duró el refugio y que pasó después?
–Funcionó de 1993 a 1997. Tuvimos que cerrar cuando Mestre (padre) asume como gobernador y nos recortó la ayuda para las cuidadoras. Seguimos asesorando desde Caim, pero ya no desde el refugio. Por el refugio pasaron entre 400 y 500 mujeres con sus hijos. De ellas todas se salvaron. Yo trabajé un tiempo como asesora de una diputada provincial radical y luego en el 2000 cuando hubo una seguidilla de femicidios, (el exgobernador José Manuel) De la Sota decidió que había que trabajar la problemática y me convocan para armar la Dirección de Violencia Familiar que dependía del Ministerio de Justicia. Allí tenía a cargo Derechos Humanos, Lucha contra la Discriminación, Violencia Familiar y Asistencia a la Víctima. Luego estuve en el Concejo de las Mujeres.
–¿Cuál fue el momento más duro que pasó?
–Estando en la Dirección asistimos a una mujer, Sandra, que sufría violencia. Lo hacíamos con los recursos que teníamos en ese entonces que eran muy pocos. A ella la refugiaron en una iglesia e hicimos la tramitación judicial. Un día para que el papá viera al hijo, va a la iglesia junto con su propia madre. Llevaba todo para hacer un asado. Cuando la vio a Sandra, sacó un revolver y le dio seis tiros. No lo podíamos creer. Fue un dolor enorme.
–¿Cómo ve hoy la realidad? ¿En qué creé que falta avanzar?
–Creo que se ha avanzado en visibilizar lo que era invisible antes, la sociedad lo entiende, se hizo hincapié en la diversidad también. Creo que los varones de las nuevas generaciones no son los mismos de antes. También creo que el sistema institucional sigue teniendo fallas graves. Muchas veces no se hace una evaluación adecuada del riesgo y las políticas públicas no llegan a los barrios, donde están las mujeres más vulnerables. Ahí es donde más se necesita trabajar. Creo que hay que descentralizar las políticas públicas y trabajar en los barrios, donde está sucediendo al violencia, es un proceso que hay que acompañar. No puede ser que las soluciones estén concentradas solo en las grandes ciudades. Para eso hay que poner el cuerpo, hay que poner recursos.
–¿Qué es para usted la lucha contra la violencia de género?
–Es un compromiso de vida.