¿Es posible volverse adicto a los alimentos ultraprocesados de la misma manera que con el cigarrillo o el alcohol? Cada vez más investigaciones apuntan a que sí. Aunque todavía no existe un diagnóstico oficial de “adicción a la comida” en manuales médicos como el DSM (Diagnostic and Statistical Manual of Mental Disorders, en inglés), la comunidad científica viene prendiendo las alarmas: hay evidencia sólida de que las papas fritas de paquete, las galletitas y las gaseosas activan los mismos circuitos cerebrales que otras sustancias adictivas.
Ashley Gearhardt, psicóloga de la Universidad de Michigan, es una de las voces más firmes en este debate. Según sus estudios, los ultraprocesados cumplen con criterios clínicos de adicción.
¿La explicación? Estos productos están diseñados para ser irresistibles: combinan azúcar, sal, grasas y aditivos en proporciones que disparan el sistema de recompensa del cerebro.

Los alimentos ultraprocesados: los más difíciles de soltar
Neuroimágenes realizadas a personas con consumo compulsivo de ultraprocesados muestran alteraciones en el sistema de recompensa muy similares a las de quienes luchan contra adicciones a sustancias. Y no sorprende cuáles son los alimentos que generan más problemas: el chocolate, los helados, la bollería y las comidas rápidas cargadas de grasas y carbohidratos.
En Argentina y Latinoamérica, el vínculo entre ultraprocesados y emociones negativas es fuerte. Estrés, ansiedad y depresión funcionan como disparadores para “picar algo” que calme —al menos por un rato— el malestar. Jóvenes y adolescentes, por ejemplo, recurren a estas comidas como una forma de automedicación emocional.

Según la Sociedad Argentina de Nutrición, un consumo problemático se detecta cuando hay pérdida de control, antojos intensos (el famoso craving) y continuidad del consumo pese a las consecuencias negativas.
Los especialistas insisten en que el problema no es individual sino social. Proponen políticas similares a las aplicadas contra el tabaco: limitar la publicidad dirigida a menores, reforzar el etiquetado claro (como la Ley de Etiquetado Frontal en Argentina) y fomentar tratamientos que combinen terapia cognitivo-conductual y estrategias de regulación emocional.
Mientras tanto, la próxima vez que una pizza congelada o una bolsa de papas fritas te guiñe desde la góndola, tal vez convenga recordar: no siempre es “falta de voluntad”, a veces es tu cerebro pidiendo más de lo que ya aprendió a desear.