La invasión de la tecnología en nuestras vidas –y, más específicamente, en la de nuestros chicos– tiene múltiples efectos. Entre ellos, la caída y en muchos casos la pérdida del juego con otros, donde el pensamiento simbólico (creación, fantasía, invención) permite la ficción y, en muchos casos, la invención del objeto con el cual jugar.
En el juego hay mucho más que la simple relación niño-juguete o niño-objeto. Por ejemplo, si vemos jugar a un niño o niña con arena haciendo castillos, puentes, llenando y vaciando baldecitos o tirándosela a un compañero, hay mucho más que manos y arena allí.
Hay una persona que está trabajando, inscribiendo, desplegando sus sentidos, su motricidad, armando su cuerpo, construyendo su relación con el otro. Se constituye sujeto humano, construye el mundo, despliega sus recursos cognitivos, hace jugar sus deseos, prende la maquinita de las fantasías, elabora situaciones traumáticas.
El juego, en cualquiera de sus formas (funcional, simbólico, reglado, de azar, de construcción), tiene valor de lenguaje. Algo se está diciendo ahí e invitando a un trabajo de desciframiento.
Cada vez son más los niños que llegan a la escuela ansiosos para encontrarse con sus compañeros, deseosos de compartir juegos libres. Y el recreo es corto, no alcanza y se prolonga en el aula, lo que trae severos problemas al docente para captar la atención, y episodios de violencia difíciles de manejar.
Esteban Levin, psicomotricista y psicoanalista dedicado a las infancias, nos recuerda que hay un apogeo técnico del juguete, y el perfeccionamiento del objeto para jugar es tal que finalmente se convierte en protagonista de un juego solitario que se basta a sí mismo, sin que el niño juegue.
¿Para qué va a jugar, si el juguete lo hace solo?
Si a esto le sumamos el mandato consumista a comprar y tener, en muchas ocasiones encontramos habitaciones saturadas de juguetes con chicos aburridos que dicen no saber a qué o con qué jugar.
Lejos de precipitarnos a solucionarles el problema, habría que dejarlos que se conecten con esa sensación, para ver si algo nuevo puede nacer allí, algo que, por inventado y por ser de su autoría, disfrute.
El aburrimiento puede ser el trampolín para la creación.
Mientras más sofisticado es el objeto, más pasiva es la posición del niño frente a él. Es así como van disminuyendo las posibilidades de pensar, inventar, crear, elaborar, ficcionar, desear.
Si a esto le sumamos el marketing televisivo que los instala como pequeños consumidores, se empecinan en demandar objetos que les son ofrecidos sin poder aventurarse al hermoso desafío de preguntarse por lo que desean.
Dice Esteban Levin: “La vida del juguete es cada vez más corta. El próximo juguete mata maníacamente al anterior. Son objetos efímeros, para consumir rápidamente, sin perder tiempo. Nada más alejado de la esencia del jugar”.
Apretar botones y que aparezcan juegos inventados por otros no es juego. El cuerpo no se mueve, no hacen falta amigos, nada se inventa, nada de la fantasía se despliega, nada de la propia autoría.
Si no queremos chicos cada vez más apáticos, pasivos y aislados, debemos reflotar el juego simbólico, el de ficción, donde con o sin juguetes aparece en escena la dimensión del “como si”, el pensamiento y el lenguaje, constituyéndose en la antesala del aprender.
El juego con otros, a diferencia de los tecnológicos, exige armar la escena de ficción, por lo que el pensamiento y el lenguaje se hacen necesarios, se enriquecen. Y esa estimulación cognitiva-lingüística se verá reflejada en el aprendizaje de la lectoescritura.
Los mayores ya aprendimos que comprar y comprar no asegura la felicidad.
Una sugerencia para padres, madres, abuelos, docentes, sería rescatar los juguetes de la “sala de espera” y proponer juegos sin botones, los que se encienden a pura imaginación, a pura magia, a puro deseo.