En mi infancia (allá lejos y hace tiempo), la vida transcurría entre la vereda, el patio y la plaza. No había televisión, y cuando está llegó, eran muy pocas horas de transmisión, en blanco y negro.
No había celulares ni computadoras. Escribíamos las cartas a mano (en lo posible, con letra legible), las poníamos en un sobre, colocábamos la estampilla y las llevábamos al correo. Después venía la espera del cartero: figura ansiada y querida.
Cuando nacieron los hijos, la televisión los esperaba y ya era a color. No había celulares ni computadoras. Mucha vereda, canchita, bicicleta y amigos. Cuerpos cansados por el juego, socialización asegurada, y hábitos de alimentación y de sueño saludables.
En la escuela no había entrado la tecnología y los celulares se incorporaron a sus vidas ya en el ámbito laboral. Una herramienta valiosa y con posibilidades de crecimiento imprevisibles.
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Cuando la familia se iluminó con la llegada de los nietos, todo el mundo tecnológico los esperaba. Televisión, computadoras, tablets, celulares que colocan a los adultos educadores frente el difícil desafío de dosificar, acompañar, filtrar, estar atentos a los contenidos que consumen niños y adolescentes.
Sabemos que tienen al mundo al alcance de un botón, con todo lo bueno y lo siniestro, con los avances científicos, pero también las guerras, la pornografía y todas las máscaras de la violencia.
Otra cara
Pero también los esperaba un fenómeno social que crece: la inseguridad. Y con ella, el “prohibido salir afuera” y la dificultad para encontrarse con el amigo.
Las pantallas dentro de casa disparan fenómenos tales como madres que amamantan mientras chatean, familias que cenan con el televisor prendido, o el encierro en las habitaciones para proseguir con el encuentro virtual.
En la clínica que sostenemos, podemos dar cuenta de nuevos síntomas infantiles que sólo buscan llamar la atención de sus padres, que suelen “estar sin estar”, porque siguen conectados a sus dispositivos en casa.
Y nos miran y nos copian. Y deducen que esos aparatos tan valiosos para sus padres también lo son para ellos.
La hiperconexión, el privilegiar lo virtual sobre lo real, va perturbando ya los vínculos a medida que desfallecen la palabra y la mirada.
El siglo 21 es el tiempo del espectador. Lo que importa es mirar. La palabra viene perdiendo prestigio frente al imperio de la imagen.
A veces transcurren muchas horas conectados, pero no comunicados; sin hablar, sin pensar.
El exceso de pantallas impacta en la salud psicofísica, en el aprendizaje y en la conducta.

Pobreza de palabras
Las escuelas están recibiendo a niños con atrasos del lenguaje, pobreza lingüística, resistencia a la lectoescritura y a las más elementales reglas ortográficas.
La ausencia de metáforas, adjetivos y otros giros del lenguaje hace que algunos autores hablen de “indigencia expresiva”. Leer mal y no comprender lo que se lee son los puentes seguros para el fracaso educativo a nivel secundario y universitario.
Las estadísticas dicen que disminuye notoriamente el nivel de comprensión lectora en nuestros estudiantes, y hay una certeza casi generalizada de que leen cada vez menos en papel. Ya sea que el alumno busque información en internet o en un libro, para aprender tendrá que leer y comprender lo más significativo de lo leído. Lo primero es dominar la herramienta.
Si a esto le sumamos el generalizado fenómeno de la desatención en el aula, la hiperactividad y el aburrimiento, entre otros síntomas, podemos acercarnos a la idea del “fracaso escolar“ como un fenómeno de la época.

¿Y qué hacemos?
¿Qué puede hacer la familia? Bañarlos de lenguaje desde que nacen, hablarles, mirarlos, contarles cuentos. Tratar de que las pantallas no los atrapen en los primeros años de vida.
No saturarlos de juguetes, porque allí nada de la imaginación puede surgir. Llevarlos a una librería a que elijan el libro según su deseo (magia, aventuras, deporte, humor). Dar el ejemplo de padres lectores, ya que no podemos pedirles a los hijos lo que nosotros no podemos sostener en nuestro accionar.
Y, fundamentalmente, para pasar de la conexión a la comunicación, construir espacios seguros de conversación donde se pueda hablar de lo que se siente, se sabe o se ignora sin temor a la sanción, a la penitencia o la imposición del silencio.
Es un desafío, casi una batalla. Pero hay que darla.