Una alumna apuñalada en Laferrere, provincia de Buenos Aires. Golpizas en Salta, Tucumán y Mar del Plata con consecuencias graves en la salud de las víctimas. Un tiroteo escolar planeado por alumnas de 14 años, felizmente no llevado a cabo por la intervención de los padres.
Todos los días, algo nuevo. De pronto, junto a cartucheras y cuadernos, aparecen cuchillos, navajas, pistolas, manoplas de acero y todo tipo de herramientas para ejercer violencia.
La escuela aparece colapsada e impotente frente a estos desbordes, y da la penosa sensación de que dejó de ser un lugar seguro para los chicos.
Pero no hay que generalizar, y mucho menos naturalizar estos hechos.
En muchas escuelas se logra una sana convivencia (lo que no implica ausencia de conflictos) y parece que la prevención da sus frutos. En general, son escuelas con un buen trabajo con los padres.
¿Qué puede hacer la institución educativa con la violencia? Primero que nada, dar la bienvenida a esa pregunta, con la convicción de que en todo encuentro humano, y sobre todo intergeneracional, los conflictos dirán presente.
La indisciplina y la inconducta nacieron con la escuela.
Los alumnos llegan con su historia personal y sus experiencias en el trayecto educativo. Vienen de familias funcionales o disfuncionales. Algunos vivieron o viven situaciones de violencia y pueden transferir en los vínculos aúlicos afectos y emociones provenientes de otras escenas.
¿Qué hacer? Los docentes no son psicólogos. Por ello la importancia de los gabinetes psicopedagógicos en todas las escuelas. Imposible dejar a maestros y profesores en soledad frente a estos temas.
Imprescindible trabajar en equipo con directivos, equipo técnico y colegas; escuchar y escucharse; poner en cuestión y análisis la propia institución educativa, que alejada de toda omnipotencia se deje interpelar por las preguntas.
Las preguntas
¿Se aprende en un clima de respeto y alegría? ¿Hay actitudes discriminatorias? ¿Hay abuso de poder del docente o directivos vía amonestaciones, sanciones?

¿La institución está atravesada por una ley clara, respetada primero por los adultos? ¿El reglamento de convivencia está consensuado entre todos los miembros de la comunidad educativa? ¿El currículo se adapta al mundo de los chicos? ¿Sienten que lo que aprenden es importante para sus vidas?
¿Son protagonistas o sujetos pasivos de sus aprendizajes? ¿Los docentes están capacitados para los nuevos desafíos? ¿Hay un buen lugar de trabajo con los padres?
Las palabras
Dar la palabra. Tomar la palabra. No es fácil: nombrar lo que nos pasa suele ser un desafío.
A modo de estrategias superadoras, algunas ideas:
- Transformar la energía agresiva en energía creativa, ampliando los espacios de expresión de la cultura infanto-juvenil, abriendo las escuelas en horarios extraescolares donde los chicos encuentren un espacio para ocupar el tiempo libre en actividades culturales, deportivas, de servicio a la comunidad.
- Trabajar en talleres con docentes con la intención de poner en palabras el malestar y salir de la queja y las actitudes de resignación. Hacen falta docentes apasionados, que no nieguen la crisis, que no se pongan en víctimas, que no se paren en la nostalgia.
- Trabajar en talleres con padres acerca de las temáticas más acuciantes del grado o curso, insistiendo en el tema amor, límites, valores y convivencia.
- Trabajar en talleres con alumnos, para que aprendan a dialogar, a hablar y a escuchar.
Un lugar donde se puedan abordar las temáticas de su interés tratando de despertar actitudes reflexivas y críticas acerca de lo que la sociedad mediática y de consumo les propone como “caminos para la felicidad”. Un espacio donde la con-vivencia sea trabajada y donde “ponerse en el lugar del otro” sea el inicio de actividades de cooperación y de solidaridad.
En síntesis, el ingenio de un docente apasionado hará que encuentre los caminos para que los chicos se valgan de las palabras y puedan transitar la vida en el sendero del amor.
El desamor y la mediocridad engendran violencia.
Queda claro, entonces, que familia y escuela deben retomar su función educativa a la espera (imposible perder la esperanza) de que el Estado realice la verdadera revolución que garantice una democracia real, con igualdad de oportunidades para todos.