“Lo no dicho se hace letra en el cuerpo”. Esta frase, atribuida a la escritora y poetisa chilena Cecilia Vicuña, parece muy freudiana y es lo que sostiene la medicina y la psicología frente a las enfermedades psicosomáticas. Podríamos decir que salud y palabra están relacionadas desde siempre.
En lo cotidiano se escucha: “No te tragues las cosas, hablá”; “No lo puedo decir, lo tengo acá en la garganta y duele”; “No puedo pensar más. Me revienta la cabeza”; “Qué bien me hizo que me escucharan”.
Parece que hablar es terapéutico o al menos catártico, pero se hace imprescindible la presencia de un otro que nos escuche.
La clínica del aprendizaje que sostenemos los psicopedagogos está atravesada por la palabra, y en varios sentidos.
Atendemos niños y adolescentes que son sujetos de lenguaje. Hablan y fueron hablados aun antes de nacer. Están construidos por significantes que provienen de la escena familiar y de las figuras de crianza.
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“Es el primero, cargó con toda nuestra inexperiencia”; “Es el último, el que cerró la fábrica, el benjamín, el bebote”; “Es un sol. No hace más que darnos satisfacciones”; “Es un árbol torcido, difícil de enderezar”; “Es como un extraño. No se parece a nadie. ¿Me lo habrán cambiado en la nursery”?
El significante atribuido a cada quien puede definir el lugar en la estructura familiar y el modo en que es mirado y tratado.
Es que la palabra no es inocua. Con ella se habla de amor, se hacen poesías, se dan conferencias, se firman tratados de paz. Pero también se declara una guerra, se miente, se humilla, se discrimina.
Los diagnósticos se hacen con palabras. Alguien las usa para emitirlos, alguien las escucha para recibirlos. Algunas palabras diagnósticas se agradecen, sobre todo las que iluminan el camino terapéutico. Otras son casi mortíferas, si van junto a un pronóstico desesperanzador: “Nunca hablará” ; “No aprenderá a leer y escribir”.
Claro, a veces hay que dar un diagnóstico difícil y no hay lindas palabras para ello. Ahí, hay que garantizar un espacio de escucha y contención para los efectos de esas palabras que obviamente incidirán en el modo de alojar a ese niño. Sostenemos una ética de la palabra.
Por todo lo dicho, los que hacemos clínica:
- Somos responsables de las palabras que usamos en nuestras intervenciones.
- Somos responsables de evitar la futurología. Los médicos clínicos ya decían hace tiempo: “No hay enfermedades, sino enfermos”. Difícil predecir cuánto y cómo aprenderá un sujeto.
- Somos responsables de sostener la interdisciplina. Tratándose de niños y adolescentes, hay que sumar miradas porque hay un cuerpo, un sistema neurológico, un aparato cognitivo, una historia, un andamiaje emocional. Ninguna disciplina tiene el saber absoluto y ahí aparece la necesidad del abordaje entre varios evitando el “despedazamiento” del sujeto.
Por tratarse de historias que se están escribiendo en sus páginas fundantes, y de niños que ”no son, están siendo”, tenemos también la responsabilidad de trabajar poniendo el diagnóstico entre paréntesis para no dejar de conectarnos con ese paciente en particular que no merece un “techo anticipado”, sino alguien que intente escribir páginas nuevas, con palabras que abran puertas y pongan luces en las sombras.
El necesario abordaje a los padres
¿Cómo dejar fuera de un tratamiento a los padres? Ellos están presentes en la estructura del hijo, en el modo de crianza, en los significantes con que “bañarán” a ese niño.
“No me aprende”; “Me trae malas notas”; ”Yo fui igual de desatento”; “No es que yo le meta mis miedos, pero se me bloquea en las pruebas”.
Los tratamientos avanzan significativamente cuando la implicancia de los padres es reconocida y trabajada sin despertar culpas.
Queremos decir que el síntoma se pone en palabras y hablan los padres, otros especialistas, los docentes y el niño. Y a veces en la historia contada hay abordajes fallidos, silencios y mentiras, por lo que el síntoma puede ser a veces una búsqueda desesperada de la verdad.
Salud, palabra y verdad: una relación a veces descuidada.