Al construir la carrera profesional, hay que dejarse atravesar por una ética que, al tratarse del trabajo con niños y adolescentes, debería apuntar al sujeto y evitar todo tipo de rotulaciones. Esto no estaría pasando.
Hoy asistimos a un etiquetamiento por momentos patologizante. Y lo más peligroso es que lleva, en algunos casos, a una medicalización innecesaria.
Medicar es administrar un fármaco ante síntomas y cuadros específicos que así lo requieran.
Medicalizar es apresurarse a tapar la sintomatología con un producto químico que atempera la dificultad, pero oculta el verdadero origen, que al no ser trabajado, seguramente aparecerá “disfrazado” de otra manera.
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La farmacología usada sin un abordaje interdisciplinario que incluya una mirada integral de ese paciente, su historia, su familia, su trayecto escolar, no hace más que engrosar las ganancias de los laboratorios y producir efectos secundarios en quienes son medicados.
En el análisis, hay que incluir también una mirada social, ya que el síntoma es una construcción que se inscribe en una época, se alimenta de lo que son valores en ese momento, adquiere los signos del malestar de la cultura actual.
Por eso, no dudamos en afirmar que los niños, los adolescentes y los jóvenes de hoy no se parecen a los de ayer. Por eso modificamos miradas y abordajes.
No se trata de decir sí o no a la medicación, sino de formularse preguntas en torno de lo que aparece, en vez de cerrar el análisis con un rótulo que suele aplastar la subjetividad.
Siempre es más difícil situar a un niño en un cuadro que a un adulto. Es que los niños “no son”: “están siendo”. En pleno proceso de desarrollo, van cambiando según los avatares del propio crecimiento y de lo que sucede en la escena familiar, escolar y social.
A pesar de estas consideraciones compartidas por muchos especialistas, hoy crece el número de niños que portan significantes científicos, que ocupan el lugar de su propio ser y que deben ser interpelados.
Es cada vez más común escuchar en la infancia rótulos como desatentos, hiperactivos, inmaduros, violentos, oposicionistas, desafiantes. En la adolescencia: rebeldes, contestatarios, incoherentes. En los adultos: hipocondríacos, paranoicos, obsesivos, fóbicos, maníacos, depresivos; y hace un tiempo, apareció el significante “tóxicos”.
Punta de flecha
Gente tóxica. El término “tóxico” viene del griego tuxon y significa la punta de flecha con veneno para matar al enemigo.
La gente tóxica puede “herirte de muerte” por su negatividad, envidia, queja eterna, celos, resentimiento. Y por su egocentrismo a ultranza, jamás te escucha. Es que necesita hablar, ser escuchado y victimizarse.
Intento poner entre paréntesis (como a todo rótulo) el significante tóxico y entender que en realidad son personalidades psicológicamente difíciles, y eso siempre responde a historias complejas, traumáticas, con vínculos complicados.
No se nace en “modo negativo”: la personalidad es una construcción.
Pensarlo así aumenta nuestra comprensión y ayuda a entender que esa persona que se para en la vida desde la negatividad no lo hace intencionalmente. Es lo que está pudiendo hacer con su historia y con su circunstancia.
Seguramente es inevitable que algunas personas así aparezcan en nuestro entorno familiar, social y laboral. Lo contrario sería creer que alguna institución puede evitar el conflicto, el malestar y las interrelaciones negativas.
Lo que podemos es intentar ayudarlos (si se dejan) y, mientras tanto, no elegirlos como amigos.
La vida nos va enseñando a poner una especie de “selector”, y si algo de equilibrio personal tenemos, elegiremos gente en sintonía, empática, positiva, que abre mundos, que contagia pasiones, que comparte alegrías.
Por suerte, los amigos se eligen y la amistad es una construcción que le otorga más sentido a nuestras vidas.
La vida es tan valiosa que vale la pena (sin discriminar ni aislar) sumar esa gente que al poco tiempo se te hace imprescindible para seguir caminando.
¿Se tratará, quizá, de un modo saludable de honrar la vida?