La condena a prisión perpetua a Néstor Aguilar Soto por el femicidio criminis causae de su amiga Catalina Gutiérrez probablemente pase a considerarse como modelo respecto de cómo debe ser un proceso judicial, más allá de algunas excepciones.
Algunos consideraron que la realización de un juicio “abierto” podría haber evitado algunos pesares a partir de que desde el comienzo se contó con la confesión del homicidio. Acaso no era necesario hacer transitar por las audiencias a quien recibiría una pena invariable –la prisión perpetua– pero especialmente por exponer a la familia y al círculo íntimo a tomar contacto con una prueba tan cruenta como dolorosa.
En algún momento se estuvo a las puertas de un debate abreviado, pero el cambio de defensa llevó el expediente del fiscal José Mana a una cámara del Crimen y a un juicio por jurados.
Obviamente, como se dijo al dictar sentencia este miércoles en la Cámara 11ª, no estaba en juego la autoría del homicidio, sino el encuadre jurídico con agravantes que podían transformar el homicidio de simple en calificado, y este con prisión perpetua.
Más allá de estas posibilidades, más allá de los pesares de quienes transitaron por casi un mes de audiencias de tensión, lo valioso de este juicio fue haber contribuido a conocer “la verdad” de lo ocurrido, un presupuesto clave de todo proceso judicial.

No están aún los fundamentos de la sentencia, que brindarán en detalle cómo el jurado popular entendió que ocurrieron los hechos, por qué se considera que hubo un contexto de género que envolvió al homicidio y por qué se dice que Aguilar Soto mató para garantizar su impunidad.
Pero por lo poco (o mucho) que se conoció al conocerse el veredicto, con una explicación en lenguaje claro y coloquial del presidente del tribunal, Horacio Carranza, puede deducirse que Néstor se decidió a matar a Catalina una vez que vio amenazada su “vida perfecta” (como él la definió) al verla inconsciente tras golpearla con violencia.
El homicidio criminis causae se buscó para conservar no sólo la vida “normal” que hoy Aguilar Soto se queja de haber perdido, sino también a fin de sostener la imagen de buena persona que en todo momento quería exhibir.
Se infiere que él, en realidad era un manipulador, un narcisista que jugaba a ser “mejor amigo” para controlar a las mujeres y poder tener con ellas una relación superior-inferior. La culpa, el sentirse inferior, eran herramientas que él usaba en sus víctimas, hasta que ellas se cansaban y se alejaban. Pero Catalina no pudo salir de la telaraña que él tejía, como dijo el fiscal Marcelo Sicardi.
Esa imagen y esa vida que él quería mantener no podían seguir tras golpear a Catalina hasta provocarle la inconsciencia. Lejos de llamar a un servicio de emergencias, prefirió su vida y su imagen a la vida de ella. Por eso, decidió matarla y elaborar una coartada que lo alejara de cualquier posibilidad de pagar el crimen.
Acaso para no dejar mayores marcas de defensa, le ató las manos y después la asfixió. Pero no lo hizo con la “toma mata león” como representó en el juicio, sino con un lazo.
Tampoco “se le apagó la tele” al punto de no saber lo que estaba haciendo, porque quedó demostrado que desde el mismo momento del femicidio comenzó a desarrollar su plan de impunidad. Hizo llamadas a Catalina (que estaba muerta a su lado), envió mensajes y comenzó a diseñar una nueva escena del crimen. Llevó a la víctima a otro lugar y pretendió quemarla dentro de su auto.
Eso le falló, como así también un detalle clave: el celular de ella compartía la geolocalización con el de su hermana, de modo que se detectó que el móvil de Catalina estuvo en la casa de él mientras la llamaban y no la encontraban.
Le hablaban a él y desde su casa decía que ella lo había “clavado” otra vez.

Lo peor es que trató de sostener semejante mentira cuando hallaron el cuerpo y fingió consternación ante la familia, la misma que lo acogió durante años en su casa.
Acorralado por las primeras incoherencias de su coartada, terminó quebrándose y confesó.
Su declaración en la penúltima audiencia fue una patética radiografía de su personalidad, exhibiendo in situ lo que los peritos forenses habían dictaminado. Como pasando a segundo plano la suerte de la víctima, se quejó por haberse arruinado la vida, haber perdido la “vida perfecta” y estar encerrado en una celda y hacer que su madre tenga que visitarlo en la cárcel.

La mamá de Catalina, Eleonora Vollenweider, además de aclararle que ella no podía ver más a su hija porque él la había matado, se dirigió a él mirándolo a los ojos y le lanzó la sentencia más contundente: “Cambiaste la ‘a’ de arquitecto por la ‘a’ de asesino”.