María del Carmen Ordóñez (72) y Próspero Herrera (74) son un matrimonio atravesado por la técnica y la pasión por enseñar. Se conocieron siendo estudiantes en la Universidad Tecnológica Nacional (UTN) de Tucumán y, sin imaginarlo, terminaron marcando un hito en la enseñanza de la tecnología en Córdoba.
Por sus aulas pasaron miles de estudiantes en busca de conocimientos, oficios y salida laboral.
Próspero se formó como técnico ferroviario en Tafí Viejo y luego se recibió de ingeniero electrónico en la Regional Tucumán de la UTN. Su vínculo con la docencia se inició en la década del ’70, cuando enseñaba en la tecnicatura, y se consolidó en los ’80 con el título universitario.
Junto a Carmen lleva 43 años dedicados a la enseñanza de la electrónica, la digitalización y las tecnologías que fueron transformando la vida cotidiana. Así nació el Laboratorio de Electrónica Digital (LED), marca registrada que funciona hace 30 años en una antigua casona de calle Rivera Indarte 378, de Córdoba capital.
Durante décadas enseñaron a más de 150 estudiantes por año. Y hoy conserva una historia cargada de aprendizajes y vínculos.
Los comienzos
La llegada de la pareja a Córdoba estuvo marcada por una mezcla de casualidad y necesidad. Un primo de Próspero, que ya vivía en la ciudad, le advirtió que lo estaban por despedir de Fiat. “Nos dijo que teníamos que hacer algo”, recuerda el ingeniero.
Finalmente, aquel primo no fue despedido: se jubiló y continuó contratado. Pero ese llamado fue suficiente para que la pareja se mudara y comenzara una nueva etapa.
En un principio trabajaron en electromedicina, con tareas de reparación y mantenimiento de equipamiento médico en hospitales. En 1981 Próspero comenzó a dar clases en la academia Itea, referente en cursos de mecánica. Allí abrió su camino hacia la docencia técnica.
La experiencia de María del Carmen, estuvo atravesada por una época en la que no existían escuelas técnicas para mujeres. Eligió el bachillerato, y luego se anotó en ingeniería electrónica, dónde conoció a Próspero. Ya en Córdoba, crió a sus tres hijos –dos viven en Capital y uno en Islas Canarias–, y todos pasaron por escuelas técnicas.
Para ambos el gusto por la electrónica venía de familia. El padre de María del Carmen era técnico y ese mundo la acompañó desde chica.
Y con la experiencia de Próspero en locomotoras y coches ferroviarios, sumado a la formación universitaria, la pareja comenzó a enseñar tecnología digital, un campo que comenzaba a desarrollarse con fuerza.
Enseñar, escuchar y ayudar
No solo enseñaban contenidos técnicos, sino que también escuchaban, acompañaban y ayudaban. “Muchas veces los estudiantes no podían pagar. Les insistíamos para que no dejaran, después volvían y retribuían. Se sentían como en una familia”, recuerdan.
En 1982, Próspero comenzó a dictar el curso de técnicas digitales cuando casi no había computadoras. Ese mismo año, por impulso del dueño de Itea, abrió un espacio propio en un departamento de avenida Colón. Las clases comenzaron el 2 de abril de 1982, el mismo día en que Argentina recuperó las Islas Malvinas.
Comenzaron con seis estudiantes, algunos de los cuales, luego, fueron a la guerra. “Escuchábamos la radio en clase para informarnos”, recuerda Próspero. A pesar del shock que generó el conflicto, los estudiantes continuaron formándose. Nadie necesitó preguntarles nada cuando regresaron: siguieron estudiando.
Con el tiempo llegaron los cursos de microprocesadores. Los estudiantes compraron una computadora Sinclair, que se conectaba a un televisor y grababa programas en casetes de audio. “Tenían muchas ganas de aprender”, dice Próspero. Hoy, muchos de aquellos alumnos viven y trabajan en países como Francia o Estados Unidos, y mantienen contacto con sus profesores.
“Encarrilamos a muchos chicos”
El impacto de la academia fue más allá de lo técnico. “Encarrilamos a muchos chicos que habían dejado de estudiar”, cuentan los docentes.
Ellos recibían a madres preocupadas porque sus hijos abandonaban la escuela. Pero lograban que estos chicos se “enganchen” en el laboratorio, regresen a clases y luego sigan carreras universitarias.
La modalidad siempre fue flexible: no cobraban el curso completo, sino una cuota mensual. Su interés estaba en enseñar lo nuevo relacionado al mundo tecnológico. Llegaron a dictar 14 cursos, pero por la pandemia y la crisis económica los redujeron a seis.
Pasión por enseñar
Próspero y Carmen relatan que “hoy no hay capacidad de inversión para capacitación”. Y destacan a la Escuela de Oficios de la UNC como una alternativa para quienes no pueden pagar. “Vamos a seguir hasta que el cuerpo nos dé. No sabríamos qué hacer si no estamos enseñando”, agregan. Y relatan que ya tienen inscriptos para 2026.
Al terminar las clases, Carmen siempre prepara empanadas para los estudiantes, una forma de mimarlos para que sientan el calor familiar. En la calle, sus exalumnos los reconocen y se acercan con afecto. “La docencia es un trabajo maravilloso, lo hacemos con pasión”, coinciden.
Así lo hicieron a lo largo de más de 40 años, con la ayuda de manuales impresos enviados por Motorola, CDs y luego con Internet. Hoy, utilizan herramientas de inteligencia artificial (IA).
El camino de ambos y de los estudiantes que pasaron por sus aulas están marcados por los adelantos tecnológicos.
“Tesoros” que serán parte del museo de Famaf
La historia de Próspero y Carmen es también parte de la historia tecnológica de la ciudad. Conservan computadoras antiguas, placas, discos, circuitos integrados, memorias, impresoras, disqueras, CD, discos duros, entre otras reliquias que formarán parte del Laboratorio de Arqueología Computacional de la Facultad de Matemática, Astronomía, Física y Computación (Famaf).
Entre ellas, la primera computadora desarrollada en la provincia de Córdoba, la MS101, creada por Microsistemas a finales de los años 70’ en un taller de avenida Japón. Los desarrollos de la MS101 fueron muy importantes. Tanto es así que compitió con un equipo de IBM, “Tenía los mismos microprocesadores que la Sinclair. Le sacamos el jugo”, sostiene Próspero.
Y cierra: “Para nosotros, que nuestras piezas formen parte de este laboratorio, es una sorpresa y un orgullo. Empezamos a juntar las cosas y no sabíamos qué hacer. Nuestro hijo nos contó del museo de Famaf y decidimos donarlas”.





















