“No hables en pasado. Esto todavía no terminó”. Alejandra Álvarez contesta categórica cuando se le pregunta cómo se prepara para la segunda ola y qué vivencias rescata del año pasado.
La jefa de Infectología del hospital Rawson está preocupada por el agotamiento del personal y la sensación compartida por buena parte de la población de que la pandemia es cosa del pasado.
Es que en este hospital de la ciudad de Córdoba –referente en la atención de pacientes críticos con Sars-Cov-2–, la demanda de internación se mantuvo elevada.
Centro de referencia en la asistencia de infecciones, también actuó como pivot en las epidemias de dengue y gripe A (H1N1), en 2009. Tal experiencia fue fundamental para el abordaje de los pacientes y la organización de los equipos de trabajo, aun con un espacio físico reducido.
Fotorreportaje: la terapia intensiva del Hospital Rawson por dentro
Más testeos y consultas
Aunque a nivel provincial y nacional los casos bajaron desde diciembre a febrero –y se mantuvieron en una alta meseta–, en este hospital la demanda de internación apenas si aflojó algunas semanas. Durante el verano, uno de los pabellones de 21 camas permaneció cerrado para permitir el descanso del personal. Sin embargo, al poco tiempo, el ingreso de pacientes críticos comenzó a intensificarse.
El Rawson tuvo seis camas históricas que fueron ampliadas a 90 durante la pandemia (54 de ellas funcionan hoy como UTI). En octubre, pico de la demanda, las 90 funcionaron en simultáneo con respirador. También se incrementó la demanda de testeos, que este hospital refuerza con una técnica simplificada de PCR, llamada “Lamp” por su sigla en inglés, y que permite un diagnóstico más rápido y económico.
“En los últimos 30 o 40 días, comenzó a notarse un incremento en la demanda de testeos, consultas y ocupación de camas críticas. Ahora el movimiento es significativo. Creo que la sociedad ha naturalizado la pandemia y muchos se mueven como si no pasara nada. Aquí, en el hospital, no se puede disimular el impacto de la epidemia”, indica Aldo Barrera, jefe del servicio de Laboratorio.
Aldo coincide con Alejandra. “Entre nosotros se nota el desgaste. En enero y febrero, en la medida en que la pandemia lo permitía, la política del hospital fue dar descanso a los trabajadores para que pudieran cargar pilas. Pero después de un año atípico, una alta ocupación hospitalaria y con pacientes críticos ocupando la mayoría de las camas, se produjo un agotamiento que se nota, en especial, en aquellos que tienen mayor grado de exposición”.
Experiencia en infecciosas
Miguel Díaz, director del hospital, asegura que el espacio físico tuvo que adaptarse para la pandemia. El circuito de circulación de personal –que imitó la experiencia de grandes centros de salud– se divide en tres áreas (verde, amarilla y roja), según el nivel de exposición al virus.
“La mayoría de los hospitales no han sido diseñados para esta situación. Nosotros ya teníamos trayectoria en la asistencia de personas con patologías infecciosas, como el virus de la inmunodeficiencia humana (VIH), meningitis por gérmenes y la gripe A. Nada se compara con esta pandemia”, explica el director.
Cada área exige su vestimenta de protección personal. En la roja, la máxima seguridad. La circulación es unidireccional, se ingresa por la puerta principal y se sale siempre por otro lado.
Es que este hospital de Bajada Pucará nació con otro destino. Antiguamente era el Hogar de Menores Madres, un sitio de beneficencia que albergaba a mujeres con hijos, sin sostén económico o familiar.
En 1963, el mandatario Arturo Zanichelli decidió mudar allí el Rawson, que funcionaba en la actual vieja Terminal de Ómnibus. Simulaba allí un hospital de guerra: amplias galerías y salas que albergaban a entre 20 y 30 pacientes. Asistía a tuberculosos, enfermos de fiebre tifoidea, peste bubónica, prostitutas. “A los excluidos, marginados y silenciados”, como describe el Himno al Hospital Rawson compuesto con la música de Mauro Castiglione y la letra de Hugo Roland.
Lo cierto en que, en plena pandemia, la vieja estructura tuvo que readaptarse. Y aunque persisten algunos problemas estructurales, como la escasez de ciertos espacios, los métodos de circulación, tanto de pacientes como de trabajadores, fueron perfeccionados.
En una sola dirección
El ingreso de los trabajadores se realiza por la entrada principal. Es la única área verde donde se permite un solo elemento de protección personal: el barbijo. En el área donde antes funcionaba kinesiología, ahora los trabajadores se cambian, para ingresar al área amarilla, donde el riesgo de infección aumenta y son necesarias más vestimentas de protección.
Si un cono anaranjado bloquea el ingreso al pasillo, es señal que hay que esperar. Esto indica que la circulación está cortada porque en breve se trasladará un paciente del área de Covid-19. Cuando el momento llega, un camillero lo transporta en cubículos transparentes, especie de cobertor con muecas a los costados para pasar los cables y prolongaciones de los respiradores o métodos de oxigenación.
Doblando a la derecha, el pasillo conduce a la antigua terapia intensiva que tenía apenas seis camas. Esta área fue reacondicionada para albergar a recuperados, que ya pasaron 20 días y terminaron el período de transmisión o viremia.
También en planta baja se encuentra el Pabellón dos, con 25 camas destinadas a pacientes que salieron de su estado más crítico. Por lo general, los enfermos ingresan a alguna de las Unidades de Terapia Intensiva (UTI), pasan a este pabellón dos (especie de terapia intermedia) y luego el Modular, antes del alta. “Esta secuencia de cuidado y asistencia nos está dando buenos resultados”, indica Díaz.
En planta baja también funciona la guardia, bautizada como “covidera”, donde antes estaban los consultorios externos. Cuando estos últimos se construyeron, entre 2007 y 2008, fueron equipados con paneles de oxígeno, aire y respiración. Y un sistema de gases que distribuye el oxígeno, desde un zeppelin hasta las salas. Esto permite conectar si es necesario un respirador, sin recurrir a los tubos que hoy escasean.
Pura adrenalina
Subiendo una escalera se accede a las áreas más críticas. Los pabellones cinco y seis que funcionan como terapias intensivas para pacientes con diagnóstico positivo. El primero tiene 21 unidades y el segundo, 27. El miércoles estaban ambos prácticamente llenos.
“Estamos viviendo un recambio muy brusco y rápido de pacientes. Apenas mejora uno, se va y ahí nomás entra otro. Es como si te golpearan la puerta antes de que la persona termine de salir de acá, pero no puede hacerlo si no se recupera. Trabajamos casi a cama caliente, pero lo podemos afrontar porque nos preparamos para esto”, explica Silvia Pacheco, supervisora de Enfermería del Pabellón cinco.
Pacheco coincide en que el personal experimenta una alta carga de estés por vivir de cerca la muerte. “Cada uno viene con sus tristezas que debe dejar atrás. El miedo más grande es contagiar a nuestros seres queridos. O a enfermarnos y llegar al extremo de lo que vemos acá adentro”, sigue.
Una estatua de San Roque –patrono de los enfermos– custodia el descanso de la escalera que conduce al pabellón cinco. Rosarios de todos colores cuelgan de sus brazos. Velas, esperanza de algún familiar. A pocos metros, el vestuario de los agentes que ingresan al área roja.
Nahuel, enfermero, recibe las bandejas embolsadas para el almuerzo de los pacientes. Asegura que hace turnos de 18 horas, contando su trabajo en el sector público y privado. Su compañera, Marisa, comenta que todos los internados críticos de ese día tenían menos de 60 años.
“Estamos viendo más pacientes jóvenes que llegan en grave estado. Por lo general, minimizan los síntomas, tal vez porque tienen que seguir trabajando. Y entre el día siete y 10, que se produce la respuesta inflamatoria, la enfermedad ya empieza a comprometer los órganos. Cuando llegan, desmejorados, pasan derecho a terapia”, comentan.
La adrenalina es constante. En rostros se nota el cansancio y refieren incertidumbre por lo que vendrá.
Díaz aclara que si bien parten de un piso alto de internación –y una presión sobre el sistema sanitario– “todavía tenemos espalda”. También resalta la experiencia adquirida en el año en cuanto al manejo clínico del paciente crítico.
No perder el objetivo
Es que la incertidumbre por lo que se viene genera angustia moral en los profesionales. Aunque, como asegura Díaz, hoy cuentan con un mayor aprendizajes sobre el manejo del paciente. Desde qué terapia funciona mejor hasta cuál es el método más adecuado para ventilar cada caso.
Sin embargo, la mayoría de los trabajadores consultados sienten que la sociedad les ha dado la espalda. “El personal está agobiado”, expresa Díaz con voz entrecortada.
“Allá afuera, vemos que la gente sale sin cuidados y se junta en lugares donde el virus circula más, divididos por cuestiones políticas, sociales, religiosas y hasta deportivas. Pareciera que las clases dirigentes están pensando en ellos fundamentalmente. Pero acá adentro, vamos todos para el mismo lado. No perdemos de vista el objetivo: que se afecte la menor cantidad de personas y que aquellos que se enferman, se recuperen bien”, finaliza el director.
Capacidad. Antes de la pandemia, el Rawson tenía apenas seis camas críticas. Hoy tiene 90, de las cuales 54 son unidades de terapia intensiva. Su apéndice, el Modular, tiene otras 22 camas críticas y 40 comunes. La secuencia de cuidado del paciente comienza en la UTI. Luego pasa al pabellón dos (una especie de gran terapia intensiva), para después trasladarse al Modular, antes de recibir el alta clínica.
Agradecimiento
Familiares de uno de los pacientes que estuvo internado en el hospital agradecieron al equipo de profesionales con un pasacalles.