Abel (el personaje) dispara desde que era niño. Tiene un don innato, como si sus manos terminaran naturalmente en dos pistolas humeantes. A los 11 se hizo hombre. A los 19 ya era un viejo.
Primero dispara, después pregunta. Casi siempre.
A los 27, Abel es el sheriff de un pueblo del lejano Oeste, un sitio de frontera entre el mundo por entonces conocido y lo Intacto, una lejanía de aparente nada donde todo puede suceder. Un nudo del tiempo.
Abel (el libro) es el regreso a la novela de Alessandro Baricco (Turín, 1958), tras ocho años sin visitar el género con el que se consagró desde la aparición de Seda, en 1996, y luego de haber recibido un segundo trasplante de médula ósea como parte del tratamiento de una leucemia detectada en 2022.
Se trata de un western sui generis, llevado al galope de una historia envolvente, que se mueve por los agujeros de gusano de realidades percibidas como epifanías y dimensiones temporales que no se dejan nombrar en una secuencia lineal de pasado, presente y futuro.
Las cosas son así porque Abel es un pistolero en estado de interrogación mística permanente. De hecho, su fama en esos parajes donde se desenfunda antes de hablar tiene que ver, entre otras cosas, con una manera de disparar casi imposible denominada “el Místico”: un disparo cruzado y simultáneo, con ambas manos, sobre blancos distintos.
Baricco incrusta en el western –sin hacerlo chirriar, con elegancia y con una poesía que tiende a la ensoñación, que se adhiere al paisaje de espejismos en el que transcurre la novela– un amplio abanico de derivas existenciales e interrogantes de cuño filosófico, algunos explicitados, como la crítica del principio de causalidad de David Hume.
El pensador escocés consideraba que la relación entre causa y efecto no es más (ni menos) que una creencia, un recurrente arsenal de regularidades que proviene de la costumbre y de los hábitos mentales, pero que no puede ser probada con argumentos lógicos.
Abel, el personaje, entiende esas cosas en medio de balaceras y cuerpos que caen. Y porque lo ha escuchado (casi lo mismo) de boca de una bruja, y porque lo ha leído en uno de los libros (Platón, San Anselmo, Spinoza) que el Maestro a quien le arrancaron los ojos de niño le pide que le lea.
En este “western metafísico”, Abel tiene tres hermanos y una hermana de nombres unánimemente bíblicos. Lilith, la más pequeña, tiene el don de la videncia. Se dice de Joshua que está preso de la locura. David es predicador. Samuel se convirtió en un acaudalado minero. Isaac murió de niño. El apellido de todos es Crow: cuervo.
Hallelujah (“Alabad a Dios”) es el nombre de la mujer a la que Abel ha atado su destino. Ella es mitad dakota, no por su origen étnico sino por un suceso de infancia. Fue una especie de cautiva que de niña quedó del lado “bárbaro”, volvió a vivir entre blancos y pasa sus días acercándose y alejándose de Abel, quien la necesita como el agua en el desierto. En la novela, ella es el arquetipo de una mujer que no se deja poseer por nada ni nadie, a excepción de los movimientos de su espíritu libre.
La trama se acelera cuando los hermanos y la hermana se disponen a rescatar del patíbulo a la madre (quien los abandonó de niños), acusada de robar caballos, y a punto de ser ejecutada en la horca. El plan debe cumplirse como una profecía que dura 10 segundos y que implica hacer volar una iglesia con cartuchos de dinamita, disparar (obviamente), cabalgar hacia el desierto y hundirse en la nada.
- Abel. Alessandro Baricco. Editorial Anagrama. 172 páginas. $ 23.500