Allá por el siglo XVII, en la América hispana, tomar los hábitos era una de las vías que les quedaba a aquellas mujeres de familias relevantes que no querían o podían casarse, ya fuera por falta de dote o de belleza.
Al entrar al convento, la mujer adquiría cierto estatus social que la diferenciaba, siendo liberada, en parte, de la tutela del varón. Pero para ingresar a una orden religiosa se requería cierta solvencia económica que le permitiera ascender a cargos de importancia.
Se dice que, debido a esto, muchas de las que no podían pagar la dote, optaban por convertirse en beatas, aquellas mujeres devotas y honradas que no eran esposas, ni madres, ni religiosas y aspiraban a la perfección cristiana a través de una devoción solitaria y a veces muy humilde, teniendo que sustentarse muchas veces de la caridad de los vecinos.
Este fenómeno, según un historiador, "adquiere grandes dimensiones en la Europa de la Contrarreforma, reflejando tanto aspiraciones religiosas como las dificultades crecientes de las mujeres sin dote suficiente para entrar en los conventos".
Lo más llamativo de las beatas era la aparente libertad de que disfrutaban: no vivían encerradas en un monasterio, pero tampoco dependían de ningún hombre; su relación con Dios era directa, no necesitaban la mediación de un obispo y mucho menos de un sacerdote: esta elección se conocía bajo el nombre de la “tercera vía”, ya que era un estado que no respondía ni al matrimonio ni a la vida conventual.
La tercera vía “implicaba un celibato voluntario y resolvía la dicotomía entre la vida activa y la contemplativa, pues las beatas podían pertenecer a las dos”.
La proliferación de las beatas se relaciona directamente con la religiosidad que caracterizó aquella época, y hay que prestar atención a que las autoridades inquisitoriales advirtieron de inmediato los peligros que ese tipo de espiritualidad libre, fuera del control de la Iglesia, podía acarrear: muchas mujeres que habían sido consideradas casi santas por la gente que las rodeaba, que eran ejemplos de virtud para muchos devotos, acabaron siendo juzgadas pues sus relaciones con Dios rondaban entre la devoción y la herejía.
Para muchas, con un comportamiento particularmente devoto, se requerían ciertos elementos adicionales, como la humildad y la obediencia a las autoridades religiosas masculinas: un comportamiento correcto era más deseable que cualquier milagro, como dijo un teólogo de entonces.
De todos modos, no sólo ellas pasaron por aquella investigación: muchos beatos varones fueron igualmente perseguidos, quemados o, con suerte, santificados.
Ángela de Dios
Ángela Carranza, también conocida como Ángela de Dios nació en nuestra Córdoba entre 1641 y 1642; se cree que murió después de 1694. y fue una beata agustina acusada por la Inquisición de Lima en 1689.
Era hija legítima de don Alonso de Carranza y Mudarra, español, y doña Petronila de Luna y Cárdena, de nuestra ciudad. Pertenecían a un grupo social superior ya que, por parentesco, estaban entre las familias que vinieron con el fundador de Córdoba, pero cuando tenía 25 años -alrededor de 1665- se trasladó a Lima, donde se instaló.
Fue entonces, y allí, donde su situación social y económica se trastornó, encontrándose, si no en la pobreza, viviendo precariamente.
En la reclusión obligatoria por su estado económico, comenzó con estas ideas de visiones beatíficas, cambió su nombre por el de Ángela de Dios y alrededor de 1673 comenzó a escribir una serie de cuadernillos donde daba cuenta de visiones y trances místicos, que llamaba “revelaciones”, lo que, al trascender, aumentó su fama de santa.
Sus seguidores llegaron a atribuirle el poder de hacer milagros y muchas personas creían que curaba todo mal imaginable.
Para 1688, tenía escritos 543 cuadernos (unas 7.500 páginas) de sus “visiones, explicaciones místicas y tratados teológicos”, lo que aumentó su fama y popularidad, como si fuera una mística inspirada –y, posiblemente- asistida por el Espíritu Santo en su sabiduría.
Finalmente, fue acusada por la Inquisición de Lima y en 1689 tuvo su primera audiencia. En 1694 fue condenada y encerrada en el beaterio de Nuestra Señora de las Mercedes, aislada y sometida a penitencia.