Es raro lo que sucede con el pasado. Conviven, en el presente, dos actitudes: la nostalgia solemne casi ritualista y el desprecio impulsado por el oportunismo. Son actitudes que no escapan a las leyes que rigen el consumo sino que lo sostienen, aun en el conflicto. Esta fricción apareció una vez más a raíz de la polémica por un evento que se realizó en Villa Victoria.
En 1973, la escritora Victoria Ocampo donó dos mansiones que habían sido motivo de orgullo familiar. La cesión fue hecha a la Unesco, entidad que a nivel global custodia los patrimonios que fomentan la cultura y la educación. Es decir, su renuncia fue un gesto que encerraba un significado que comprendía a toda la humanidad, más allá de la ciudad de Mar del Plata, donde se encuentra ubicada, más allá de Argentina.
Ocampo comprendió en vida el valor de una casa que había alojado a los intelectuales más importantes de la época, donde probablemente hayan sido concebidas las ideas de las mejores obras de la literatura argentina.
Entendió, además, que el crecimiento de la cultura necesita de un lugar, de un emplazamiento en sentido heideggeriano: un espacio que es tal en tanto es habitado por el hombre, un habitar que no se define por la explotación económica sino por el cuidado, por la relación de continuidad que oriente al hombre en su mundo circundante.
Por eso Villa Victoria no aparece en Airbnb.
El costo de existir
La semana pasada, el intendente de General Pueyrredón, Guillermo Montenegro, se mostró exultante por la presentación de la Orquesta Cumbia Grande en Villa Victoria, y describió con orgullo las ofertas gastronómicas: sushi, carne braseada y vino.
Lo que solía ser solo un recuerdo de excursión escolar ahora es el escenario de eventos privados que convocan gente, que generan dinero y, sobre todo, que reviven a la casa. Villa Victoria pasó de ser un conjunto de oficinas de empleados del estado a una máquina de vender sushi y… pic.twitter.com/GSx2vC2mkh
— Guillermo Montenegro (@gmontenegro_ok) January 25, 2025
En el posteo de X que encendió la polémica, el intendente se expresa aliviado de que el espacio ya no sea un mero recuerdo de excursión escolar sino un escenario de eventos privados. En la misma línea, desprecia las oficinas de empleados estatales que administran y cuidan la casa, y reivindica ese uso que convoca gente y genera dinero.
Es llamativa su preocupación por la convocatoria, siendo que Villa Victoria tiene una agenda bastante surtida de eventos que no transmiten en absoluto la sensación de quietud. No es llamativa su preocupación por el rédito económico al considerar que desde su punto de vista un patrimonio cultural se reduce a una visita educativa.
Y todavía hay más. En el mismo posteo, Montenegro considera que ese tipo de eventos tiene la enorme ventaja de revivir un espacio patrimonial. Esa afirmación supone, primero, que Villa Victoria estaba muerta y, segundo, que la mercantilización es sinónimo de vida. Es decir, ser es tener un precio.
De Borges al cheddar
Villa Victoria tiene un valor en sí misma que no necesariamente se traduce en una cifra de dinero. Es una obviedad que no debería ni ser dicha, pero el avance de la lógica desacralizadora del pensamiento capitalista obliga a recordar cuáles son los sentidos que apuntalan nuestra cultura.
“Nuestra cultura” no es, claro está, la de los argentinos sino la de la humanidad en su conjunto. Entender cabalmente este carácter obliga a reconocernos no como propietarios sino como custodios, humildes cuidadores de un mundo que no puede ser propiedad de nadie. Un mundo (en su dimensión material y también simbólica) que, afortunadamente, excede los intereses de un intendente.
Aquellos que, como Montenegro, tengan la urgencia de revivir lugares con máquinas de venta de sushi bien podrían ubicar sus shows en tantos otros lugares mejor preparados para recibir la suciedad que deja un food truck. Incluso lo desmarcaría de la peligrosa sombra de la contradicción: la intención mercantilista le quita a Villa Victoria el valor cultural que atrae la realización de esos eventos sin emplazamiento.