Primero, podemos apartar a los sospechados de pedófilos. Lo lamento Salinger, Lewis Carroll, Ginsberg, Nabokov y el resto de su barra de joviales amigos: fueron divertidos mientras los pudimos leer, los vamos a extrañar. Luego eliminemos a los que entregaron en sus libros una imagen sexualizada, cosificada de las mujeres o las redujeron a un rol de máquinas paridoras. Después quitemos a los escritores que romantizaron la masculinidad hegemónica y glorificaron la violencia contra los débiles. También a los que nos mostraron el sexo como un arma de dominación. Los que extendieron una mirada clasista sobre las relaciones humanas, los que fortalecieron las asimetrías raciales con cuentos rebozados en paternalismo.
En fin, cuando terminemos con esta tarea ¿qué habrá quedado en pie en la literatura? ¿Qué podremos leer sin pensar que estamos siendo cómplices de una conjura, sin el temor de estar ofendiendo a alguien desde la soledad de nuestro sillón?
No te molestes, por favor
Es cada vez más difícil caminar sin pisarle los callos al nuevo mundo hipersensible, donde diariamente se fortalecen los vigilantes de lo políticamente correcto. Para muchos artistas e intelectuales ya casi resulta imposible moverse o hablar sin ofender a alguien. Y la suma de esos alguien resulta en olas de cancelaciones de la nueva cultura woke, especializada en limar las opiniones y expresiones que vayan en contra de las posturas populares dominantes de la época.
La nueva hipersensibilidad global indica que no se puede cometer el pecado de parecer racista, misógino, machista, sexista, homofóbico, transfóbico, especista, xenófobo, clasista, viejofóbico, aporobófico, gordofóbico, consumista o negacionista de lo que sea. Hay que flotar en la corrección y tratar de respirar menos fuerte: alguien se puede molestar.
El movimiento woke que nació en la tercera década del siglo 20 como una protesta de los afroamericanos estadounidenses para no dormirse frente a los avances racistas (stay woke! o wake up!), luego se fue extendiendo hacia grupos feministas, LGBTQ+, vegetarianos, veganos, etcétera. La conquista de derechos y la dignificación de millones de personas conseguida por esos movimientos fue derivando hasta la actual nube de seres enojados y altamente susceptibles que pretenden, especialmente desde las redes sociales, dictar los límites de las opiniones de los demás.
El filósofo español Julián Marías opina: “Cualquiera se puede sentir ofendido, herido o ultrajado por cualquiera y por cualquier cosa. Porque respiremos cerca, porque existamos, no digamos por una opinión contraria y, por lo tanto, ‘perturbadora’. Si hacemos caso, si nos tomamos en serio la subjetividad de cada individuo ególatra o mojigato, o hipersensible y frágil, o directamente demente, no sólo morirá la literatura, sino el cine y todas las artes, la filosofía y el pensamiento, la discrepancia y el contraste de pareceres, por supuesto la discusión y la argumentación”.
Ese panorama apocalíptico que pinta Marías está inspirado en la sucesión interminable de noticias que arriban desde numerosos recovecos del planeta sobre nuevas cancelaciones y ataques a personas o producciones artísticas. Twitter, recientemente comprada por Elon Musk, decidió cancelar la cuenta del presidente Donald Trump por “riesgo de mayor incitación a la violencia”. Esta sobreactuación de corrección moral fue uno de los motivos por los cuales el millonario sudafricano compró la red social, y luego anunció que una de sus primeras medidas será reactivar la cuenta de Trump.
Besar a la bestia
La plataforma de streaming Disney+ ahora presenta sus viejas películas de dibujos animados con una leyenda de advertencia, similar al Parental Advisory Explicit Content, que la industria discográfica estadounidense comenzó a ponerle a los discos a partir de 1985 por presiones de las asociaciones de padres. Disney ahora anuncia que sus realizaciones “pueden incluir representaciones culturales anticuadas”.
Los aristogatos, Peter Pan, La dama y el vagabundo, Dumbo son algunas de las que caen en la volteada. Ni hablar de los pedidos de prohibición que han hecho organizaciones feministas para películas como La bella durmiente, donde la doncella es besada por el príncipe sin dar su consentimiento (es complicado, la princesa está inconciente…), o La bella y la bestia, donde la muchacha acepta convertirse en prisionera y luego, en un claro ejemplo del síndrome de Estocolmo, se enamora de su desagradable captor.
Hace algunos meses el actor Peter Dinklage, estrella de la serie Juego de Tronos, le saltó a la yugular a Disney cuando se enteró de que planea hacer una nueva versión de Blancanieves y los siete enanitos. “¿Otra vez la puta historia retrógrada de siete enanos viviendo juntos en una cueva? ¿Qué mierda estás haciendo, amigo?”, insultó el intérprete, también conocido por su enanismo. La respuesta de Disney fue a tono con nuestra época wokera: “Para evitar reforzar los estereotipos estamos adoptando un enfoque diferente con estos siete personajes y estamos consultando a miembros de la comunidad enanista”.
La plataforma HBO retiró de su catálogo Lo que el viento se llevó por “ofrecer una visión idealizada de la esclavitud”. Luego la reincorporó con una leyenda de advertencia. Hoy sería imposible filmar Mujer bonita, porque su historia banaliza la prostitución y cosifica a la mujer. O Una guerra de película, de Ben Stiller, en la que Robert Downey Jr se pinta el rostro para intepretar a un actor negro. O la hiperviolenta La naranja mecánica. Y cientos de realizaciones más.
Esta tendencia anestésica produce un adormecimiento cultural y artístico que ya se refleja en canciones y en los guiones de series y películas.
Aunque las tramas ocurran en la Edad Media, las protagonistas femeninas pueden ser osadas y liberales. A los niños no se les pega, a los animales no se los mata, a los dioses de otras culturas no se los insulta, aunque se trate de una historia que se desenvuelva en épocas pre Revolución Francesa y muy lejos de las primeras declaraciones de derechos humanos.
Aunque no tengan relación con la trama, que puede transcurrir en un elitista suburbio londinense, el casting ahora se preocupa por incluir personas negras, orientales, latinas, trans, con discapacidades físicas o mentales, obesas, de baja estatura, en fin, que ningún colectivo pueda quejarse y proponer cancelaciones que perjudiquen la taquilla y la distribución internacional.
La facilidad del ofendido
Antes de que existiera la expresión cultura de la cancelación, el escritor Jorge Asís sufrió el embate de varios de sus colegas argentinos, que lo acusaron de cómplice de la dictadura porque en su novela Flores robadas en los jardines de Quilmes (1980), el protagonista, entre otras cosas participa de un trío sexual con dos militantes comunistas y les ofrece el pene erecto diciendo: “Compañeras, aquí, entre mis manos, tengo la tierra, vengan y hagan la reforma agraria. Esto es la tierra y como proponen ustedes, la tierra debe ser para quien la trabaja. ¡Vamos, a laburarla!”
En el ámbito de la plástica el Museo Metropolitano de Nueva York debió hacer frente al intento de miles de personas que peticionaron para que retire el cuadro Thérèse soñando del pintor franco-polaco Balthus en el que aparece una joven en posición sugerente. Sostienen que la obra, pintada en 1938, es voyeurista y cosificadora de los niños.
En España, las imágenes que promocionaban la muestra del pintor Egon Schiele fueron cubiertas para que no se vean los genitales de las figuras.
El director del Museo Reina Sofía, Manuel Borja-Villel, sostuvo que “la sensibilidad de los distintos grupos no puede pesar más que la posibilidad de expresar a través de cualquier manifestación artística una idea o un pensamiento. El arte es ese espacio en el que cualquier sociedad sana puede y debe tratar sus esperanzas, deseos y también los terrores y miedos más inconfesables”.
El periódico humorístico español El Mundo Today tituló en su momento: “Exigen retirar las pinturas de (las cuevas de) Altamira por hacer apología de la tortura animal y no tener escenas familiares ni presencia de mujeres”. Mientras, en Málaga, la Sociedad Protectora de Animales y Plantas pidió bajar las obras del artista Santiago Ydáñez porque mostraban perros y gatos que tenían relaciones sexuales con personas.
Es interesante observar la escasa argumentación que necesitan los nuevos ofendidos para conseguir sus fines cancelatorios.
Basta con poner un hashtag y conseguir que muchos lo repliquen, que exterioricen sus enojos, para que Maluma tenga que salir a dar explicaciones sobre sus presuntas letras sexistas, para que las películas de Woody Allen sigan siendo marginadas de las principales cadenas cinematográficas y festivales o para que el actor Kevin Spacey continúe en el purgatorio de Hollywood. Indignación mata argumentaciones.
“En Occidente nunca habíamos vivido un momento como este”, señaló el escritor Arturo Pérez Reverte. “Peor que la crisis económica o que la falta de publicidad en los medios es la autocensura por miedo a la reacción de las redes sociales”, agregó.
El politólogo mexicano César Cansino sostiene que vivimos la era del hombre-twitter. Así como el homo videns que postuló Giovanni Sartori había perdido su capacidad de abstracción debido a la omnipresencia de la imagen, el nuevo ser de la cultura digital no tiene capacidad de concentración y comprensión frente a textos demasiado complejos. No quiere honduras sino moverse por la superficie de las cosas. Pensamiento corto, inmediato y sin grandes elaboraciones. ¿Para qué leer toda la nota si podemos opinar y reaccionar a partir de su título? La verdad emotiva a la que refiere el concepto de posverdad no sólo es una moda, es una forma de estar, comprender y generar olas reactivas con los demás. Bienvenidos seamos todos al nuevo mundo de los mojigatos, las almas hipersensibles y los liberticidas.