A un año de la asunción de Javier Milei, estamos en el medio de una batalla cultural sumamente peligrosa. El presidente libertario está decidido a cambiar de raíz, según sus propias palabras, nuestras mentes y nuestros corazones. En otros términos, nuestros valores. Para ser más claros, los valores que han definido el rol del Estado y el consenso democrático que establecimos como sociedad entre la asunción de Raúl Alfonsín, en 1983, y la reforma constitucional de 1994.
En esa batalla, Milei nos quiere hacer creer que solo hay dos bandos: el Partido del Estado contra el Partido de los Trabajadores. El primero agrupa a “la casta”, las cucarachas, las ratas, los degenerados, los ensobrados, los “torturadores profesionales”, los “tibios pelotudos”, los “zurdos de mierda”. El segundo, con una denominación nada ingenua (un guiño tanto al PJ argentino como al PT brasileño), es el que Milei aspira a liderar y por lo tanto representa a “la-gente-de-bien”.
Esa descripción es falsa. En un sentido, porque es imposible postular una división social y política sobre la base del concepto moral de “la pureza”: el bien y el mal no se pueden separar de manera absoluta; la literatura lo ha demostrado por medio de maravillosas ficciones como El extraño caso del doctor Jekyll y el señor Hyde, de Robert Louis Stevenson, y El vizconde demediado, de Italo Calino, por nombrar apenas dos ejemplos clásicos. En otro sentido, porque los actores de esta batalla, si observamos su desarrollo con atención, no son dos sino tres.
En defensa de Occidente
A mediados de noviembre, cuando Milei recibió en Casa Rosada a la premier italiana Giorgia Meloni, firmaron una declaración comprometiéndose a consolidar “una alianza de naciones libres contra la tiranía y la miseria”. Luego de la reunión, al comentar esa declaración conjunta, Milei aseguró que “frente a los avances del virus woke, pedimos resaltar los valores del mundo occidental y el sentido común”.
Apenas unas semanas antes, entrevistado por su pareja, Amalia “Yuyito” González, había manifestado su oposición a la “agenda woke”, a la que calificó como sustento fundamental de la “agenda 2030″ de Naciones Unidas.
La antinomia “woke versus Occidente” es central para el argentino Alejo Schapire, cuyo nuevo ensayo, El secuestro de Occidente, se abre de esta manera: “Occidente se enfrenta a una auténtica revolución cultural impulsada por la primera religión nacida en las universidades. Con sus dogmas, su sectarismo y su visión maniquea de un mundo dividido entre opresores y oprimidos en función de la sexualidad y el color de la piel, la nueva izquierda ha conseguido imponer un prisma para definir y modelar el mundo de hoy”.
El opresor no sería otro que el varón blanco heterosexual cisgénero, simpatizante del capitalismo y de la democracia liberal, sin discapacidades y con aspecto físico saludable, producto de una alimentación a base de carne animal.
Cada una de sus características o atributos representa, para el wokismo, un factor de opresión que es utilizado para subordinar a otros integrantes de la sociedad o para explotar la naturaleza.
El wokismo pretende liberar a todos los oprimidos. Pero, para alcanzar ese objetivo, es tan necesario “tomar el poder”, aunque más no sea en el sentido cultural de la expresión, como hacerle entender a ese varón, por las buenas o por las malas, que cada uno de sus rasgos es un factor de opresión y que, por lo tanto, debe deconstruirse, criticarse, dejar de ser lo que cree que es, pero en realidad no es.
Para ello, explica Schapire, se desarrolló un programa político a partir de tres conceptos: “diversidad, equidad, inclusión”, y se postuló una “teoría crítica de la raza” que “cuestiona los fundamentos mismos del orden liberal”.
Esa nueva matriz de pensamiento, aunque llegara a invalidarse a sí misma con planteos absurdos como el de la matemática Laurie Rubel, que afirmó que el universal 2 + 2 = 4 “apesta a patriarcado supremacista blanco”, copó más temprano que tarde el lenguaje y las prácticas gubernativas, empresariales y educativas en todo el mundo.
Sin embargo, perdió en los mercados, porque “el público no seguía los lineamientos vanguardistas de la militancia woke”, y en el campo político provocó la emergencia de “un movimiento identitario reaccionario, contrarrevolucionario”, al que se puede definir como “un gramscismo de derecha”.
El eclipse de la izquierda
Ahí está Milei, claro. En varias oportunidades ha criticado el uso que la izquierda ha hecho del pensamiento de Antonio Gramsci para, según él, legitimar social y culturalmente sus valores, a través de la educación, los medios de comunicación y los productos culturales a los que se consagra con los resortes de la crítica. Pero, al mismo tiempo, y paradójicamente, se ha mostrado dispuesto a valerse de Gramsci para propagar los suyos.
Esta es, para Milei, la madre de todas las batallas culturales. Si ampliamos la mirada en el mapamundi, notaremos que no es el único que se ha empoderado para esa lucha. Y el primer socio que le reconoceremos será, sin duda, Donald Trump, con su “Fuck your feelings”.
La estadounidense Susan Neiman, en Izquierda no es woke, afirma que en su país también es habitual “el planteamiento dicotómico de que los que no son woke tienen que ser reaccionarios”. De ese modo, el wokismo se ha tornado la nueva manera de nombrar a la izquierda, y explicar esta confusión es el objeto de su ensayo: lo woke ha eclipsado a la izquierda porque la izquierda abandonó sus ideas filosóficas principales, “un compromiso con el universalismo frente al tribalismo, una distinción clara entre justicia y poder y una creencia en la posibilidad de progreso”.
Veamos el primer caso. El universalismo postula que todos los seres humanos somos iguales, por lo que, en tanto ciudadanos o miembros de una comunidad, debemos gozar de los mismos derechos y estar encuadrados por las mismas obligaciones. De hecho, ese postulado se expresa políticamente en la ecuación democrática igualitaria: un ciudadano, un voto.
Para Neiman, a lo largo de la historia, la izquierda supo convertirlo en un argumento “contra la esclavitud, el colonialismo, el racismo o el sexismo”. En todos esos ejemplos, se demostró que estábamos frente a seres humanos iguales a nosotros. Pero el tribalismo apunta a destacar la diferencia “entre nuestro tipo y el de todos los demás”, rompiendo la universalidad de la igualdad.
El problema, razona Neiman, es que “si las reivindicaciones de las minorías no son consideradas derechos humanos, sino como derechos de grupos particulares, ¿qué impide a una mayoría insistir en los suyos?”. Este enfrentamiento nos devuelve “a un mundo en el que la fuerza –o, para el caso, el poder– determina lo correcto, lo cual equivale a no tener ningún concepto de lo correcto”.
Todo este desbarajuste en nuestra escala de valores se asienta sobre las reflexiones teóricas de una larga lista de intelectuales (Foucault, entre ellos) que negaron la universalidad del universalismo del mismo modo que negaron la posibilidad del progreso. Exactamente por ello, dice Neiman, el movimiento woke emergió con fuerza en Estados Unidos en 2016, cuando tras los ocho años de Barack Obama llegó Donald Trump a la Casa Blanca y la historia pareció dar marcha atrás.
El tercer elemento
Neiman sugiere que la reivindicación y la defensa de la declaración universal de los derechos humanos alcanza y sobra para definir una nueva posición de izquierda que, en vez de autodenominarse de esa manera, habría que denominar “progresismo”.
Así las cosas, el liberalismo en su más amplio y original sentido –humanista, social y político– sería un componente sustantivo del progresismo porque desde el comienzo del 1700 impulsó la agenda reformista que hizo factible el parlamentarismo democrático.
Ese progresismo sería capaz de enfrentar al wokismo por izquierda y al reaccionarismo por derecha empeñándose en delimitar un “contrato social” en el que las ansias de libertad y de justicia, los derechos sociales y los derechos políticos, tengan el mismo valor.
Schapire formula una meta algo más acotada, pero no contraria: hay que “sumar voces de un liberalismo clásico revitalizado contra los nuevos y los viejos tabúes, abrir las puertas al disenso, los matices, la duda, esquivando los dogmas tribales”.
El nuevo libro de Natalio Botana, La experiencia democrática, permite comprender que esta batalla cultural es, en Argentina, “una disputa entre dos proyectos truncos de regímenes políticos. Por un lado, el régimen de la democracia populista; por otro, el régimen de la democracia republicana”.
Al populismo lo define como el predominio de “las políticas públicas de acumulación de poder a despecho de la independencia del sistema judicial, del respeto a la libertad de opinión y de la adhesión al principio de que nadie, en especial el poderoso en busca de impunidad, está por encima de la ley”.
Los dos extremos son populistas: la ola reaccionaria, que se referencia en Milei; el wokismo, al que se ha identificado con el kirchnerismo.
Es responsabilidad del tercer actor, democrático, liberal, republicano, progresista, hoy disperso, sin un liderazgo que lo aglutine, defender el consenso democrático que establecimos a partir de 1983, cuando Raúl Alfonsín nos convocó a todos los argentinos, como recuerda Botana, “a participar en un nuevo encuentro: el de la tradición republicana con los derechos humanos y el Estado de Bienestar”.
Ese es el Estado que Milei quiere destruir para instituir uno nuevo que esté al servicio de la economía, exclusivamente concentrado en las áreas de seguridad, defensa, relaciones internacionales y justicia, y que todo lo demás quede en manos de las provincias o de los mercados.
Es cierto, como dice Botana, que el proyecto democrático ha quedado incompleto o ha tenido concreciones fallidas. Milei se basa en esos fracasos parciales para justificar su propuesta. Pero el resultado de la experiencia no invalida el proyecto democrático como tal. No hay que arrojar al bebé con el agua sucia de la bañera, como dice un refrán alemán que ya tiene unos 500 años de vida.
Al contrario, en esas coordenadas de raíz alfonsinista debiéramos permanecer, renovándolas, acordes la época y la experiencia, para revalidar su legitimidad. Porque, como señala Botana, solo un régimen democrático liberal y republicano nos asegura la plena vigencia de los tres valores que hacen posible una armónica convivencia cívica: “el valor de la igualdad de un pueblo soberano propio de la tradición democrática, el valor de la justicia propio de la tradición republicana, el valor de la libertad propia de la tradición liberal”.
- El secuestro de Occidente. De Alejo Schapire. Libros del Zorzal. 208 páginas.
- Izquierda no es woke. Susan Neiman. Debate. 216 páginas.
- La experiencia democrática. Natalio Botana. Edhasa. 288 páginas.