Cansada de que la historia argentina pareciera surgir por arte de magia en 1810, me gusta ahondar en los más de dos siglos anteriores.
Nuestras provincias llamadas “del interior” tenían un discurrir diario y ciertas costumbres que, con leves diferencias, se asemejaban a las del Litoral y a las de Buenos Aires. Recordemos que, por entonces, el sur nos era casi desconocido, salvo por Mendoza.
A principios del siglo XIX, Córdoba se había adelantado al resto de ellas gracias al Colegio de Monserrat, a la universidad y por las mejoras que hizo Sobremonte en su tiempo.
Nuestras ciudades ya contaban con templos, conventos, cabildo y casas solariegas que aún hoy nos llenan de admiración. Muchas de ellas tenían sus alamedas, siendo las de Mendoza y Córdoba las más alabadas por los viajeros.
Años buenos y malos se sucedían, signados por los desmanes de la naturaleza: terremotos, sequías, pestes, langostas, crecidas de los ríos y caprichos de funcionarios trasplantados.
Tratar de aprehender aquel tiempo, su vida cotidiana, sus buenas y malas costumbres, su forma de vestir, de comer y de disfrutar, de nacer y de morir, y las circunstancias que nos signaron históricamente, ayudaría a comprender el país que heredamos.
En primer lugar, pensemos en los sonidos: las campanas regían las horas del día, las comidas, las devociones, los estudios, anunciaban las buenas y malas noticias, defunciones y graduaciones.
La campanilla del viático se oiría a menudo en un tiempo de pocos remedios y escasos médicos, llevando la esperanza de la salvación eterna.
Luego, los pregones: el aguatero, las morenas que vendían cirios, pastelitos y empanadas; los yuyeros que bajaban de las provincias del norte ofreciendo las plantas curativas.
En la serenidad del ocaso, los cantos religiosos se elevaban en los corredores conventuales y oratorios familiares, donde se rezaba el rosario.
Y desde el atardecer al amanecer, el canto de los serenos –encendiendo y apagando los faroles callejeros– anunciaba el clima.
El ruido más molesto venía del paso de los carruajes y era costumbre que la cuadra donde había un enfermo o moribundo se tapizara con yuyos frescos para amortiguar el sonido sobre el empedrado.
Y hasta mucho después de 1810, nuestras ciudades olían mal: curtiembres, mataderos, enterratorios en las iglesias, albañales y basurales no ayudaban al “buen aire”, precisamente.
En los cafés, los hombres conversaban de política, de buenas o malas cosechas, de chismes y escándalos, jugaban al truque y, ya cerrados al público, apostaban a la baraja. En los patios traseros, reinaban las bochas, el sapo y la taba.
Las mujeres tenían sus estrados y salones, donde cundía el chisme, se hilvanaban matrimonios, se recitaba o se hacía música.
Todo pasado con chocolate en invierno y limonada en verano, entre colaciones y nueces confitadas.
No debía ser tan mala la vida en las provincias del Río de la Plata, pues el testimonio de viajeros era, en general, positivo.
Hasta los más críticos encontraban atractiva la cordialidad, la afectuosidad que reinaba en las familias, entre los llamados “parentescos espirituales” –padrinos de todo tipo– y los amigos de la casa.
Por suerte nos han llegado estos recuerdos en forma de memorias, como en Buenos Aires desde setenta años atrás, de Eduardo Wilde –uno de mis favoritos–, y en otros textos que nos hicieron conocer nuestro país y su gente.
Entre esos tomos, encontré un libro muy entretenido, que me regaló mi hermano Pedro hace añares.
El autor es Octavio C. Battolla y su obra La sociedad de antaño mereció, años ha, críticas muy favorables, ya que hace desfilar por sus páginas “todo un pasado feliz”: el de una Argentina hoy a medias perdida, a la que llama “la patria vieja”.
Obra sin pretensiones, grata para quienes indagamos en el pasado, rescato las palabras de Pastor Obligado, escritas hace 100 años, y tan actuales como si fueran de hoy: “Llega (este) hermoso libro en buen momento, cuando todo tiende a desaparecer ante el cosmopolitismo absorbente, ante el dios del tanto por ciento.”
Les propongo buscarlo en librerías de usados o en quioscos que lo ofrecen como saldo. Se lo debemos a Mayo –un mes que merece la mayúscula– y a nuestros hijos.