No me considero fan pero sí una lectora expectante de Rachel Cusk (Canadá, 1967). Esa salvedad me sitúa en una disposición marcada por la curiosidad que me lleva a interiorizarme de la recepción actual de su obra, especialmente de su última novela, Desfile (Libros del Asteroide, 2025). Esas críticas involuntariamente señalan la originalidad de la voz de Cusk en la literatura contemporánea.
Desfile se compone de cuatro partes, independientes en cuanto a sus personajes pero interrelacionadas en sus temas.
Cada una tiene un personaje, G, que opera como centro narrativo y como la ocasión para desarrollar una idea. G siempre es artista, a veces hombre y a veces mujer, que aparece de manera lateral o en una primera persona conflictuada y diluida.
Los temas que se movilizan en la novela son los del universo Cusk: la maternidad, ser artista y ser mujer, el esnobismo de los círculos de artistas, lo extraña que puede volverse la propia familia. Las críticas angloparlantes desfavorables encuentran que estos temas no han sido desarrollados más allá de sus obras anteriores.
Leen en esa dificultad una mirada miope de la realidad de las mujeres, que se convierte, luego, en un problema. Cusk parecería crear problemas donde (ya) no los hay.
Me cuesta pensar que Cusk no vea la realidad. Me parece, en cambio, que sus objetivos literarios la obligan a sostener esa búsqueda a los fines de radicalizar su mirada.
Anti-yo
Hace varios años que Cusk afirma que el personaje ya no existe. Esa afirmación cuasi nietzscheana la ubica en las antípodas de la actual proliferación de obras de la literatura del yo. Entiende que esa figura que guía una obra a través de su solidez y coherencia no responde al tipo de subjetividad del presente.
Los personajes de Cusk son un producto, el resultado de relaciones, antes que agentes de acción que afectan a otros personajes.
El caso paradigmático es su trilogía A contraluz (2016), Tránsito (2017) y Prestigio (2018), novelas narradas en primera persona por un yo que se pierde en el mundo y en su relación con otros.
Cusk despliega en la ficción las consecuencias teóricas de cuestionar una noción tan propia de nuestros tiempos como la identidad. El cuestionamiento no es parte de su trabajo. Eso ya está hecho y se manifiesta en nuestra ansiedad clasificatoria de saber cuántas y cuáles son las variables que atraviesan una subjetividad, que habilitan o cercenan la vida política, académica y laboral.
La identidad parece ser un resguardo, un concepto tranquilizador que, parece decirnos Cusk, es una ilusión.
Ser artista, ser pareja de alguien que se dedica al arte, escribir sobre un artista, ser hermano, hijo o madre de un artista: miradas sobre un mismo yo que solamente aciertan en constatar que se trata de una incógnita.
Habremos sido
A partir de la relectura de Desfile, encuentro que las críticas a Cusk provienen de una suerte de paradigma de la identidad, donde se leen a los sujetos con el objetivo de encontrar, y en lo posible establecer, quiénes son.
Especialmente en el caso de las maternidades y las feminidades de sus novelas, dicen encontrar falsas preguntas escondidas en sus obsesiones alejadas de la realidad.
Tal vez esa lectura se deba a que Cusk intenta salirse de ese paradigma. En Desfile ensaya mecanismos y tiempos en escenarios desconcertantes y hasta moralmente cuestionables que pueden no ser fáciles para el lector. Tampoco tendrían por qué serlo.
Desde lo literario, Desfile me parece una gran obra, pero esto es irrelevante. Se impone considerarla un intento por romper las formas que buscamos en las novelas, los personajes que producen una identificación positiva inmediata y que acompañamos en sus exploraciones introspectivas letánicas.
En una recuperación de la tradición de novelas sobre ideas, Cusk parece estar un paso adelante. No en un futuro tan lejano que resulta incomprensible, sino en esa cercanía prospectiva que desde ahora nos permite entender los movimientos subterráneos de nuestra época.