Atraído en porciones iguales por la argentinidad, el amor o el concepto de tiempo, Juan José Becerra (1965) disuelve esos y otros temas en el sintético díptico que componen Un hombre y Dos mujeres, nouvelles escindidas en lo físico pero unidas por una breve y azarosa escena. Si bien el lazo narrativo es a primera vista caprichoso, ambas ficciones exploran el desclase, la deriva y la sátira social desde sus elocuentes y especulares polaridades, ese “hombre” y esas “mujeres” cuya gracia se apoya precisamente en la singularidad innegociable de sus caracteres.
Allí está por un lado el Coleccionista, un ingeniero de la construcción rico que se distancia progresivamente de su familia a partir del garaje ampuloso que crea para sus coches de colección, que al estar en el linde con un barrio pobre lo conecta con rituales y personajes dispuestos a transformarlo para siempre (como lo prueban los sucesivos sustantivos que lo van nombrando, entre ellos, El Mecánico, El Parrillero o El Asaltante).
Dos mujeres evoca, en cambio, el encuentro de su narradora con la utópica María Isabel Di Pierro, joven vagabunda que habita en los márgenes de la sociedad porteña y con la que ella pasa a componer un dúo tan imprevisto como afectivo, separándose momentáneamente de su marido, a la vez que atisba la posibilidad de vivir con las ropas y el alimento justos en el desplazamiento urbano por un presente absoluto.
Diógenes millennial de una época que ha reducido todo a “comprar o mirar comprar”, Di Pierro se las arregla para consumir comida gratuita en los incansables eventos culturales que se celebran en Buenos Aires, leer libros robados, vivir en casas de una comunidad invisible y observar de lejos a los hijos que dejó atrás, vigilando que sigan bien, aunque demuestren que ya no la necesitan.
Los protagonistas de Un hombre y Dos mujeres recuerdan al mito de Wakefield, ese hombre que se lanzó a vivir una existencia radicalmente distinta a solo unos pocos metros de su antigua casa, aunque aquí es la renuncia o la indiferencia a los mandatos de un capitalismo cada vez más derruido y desalmado lo que justifica el desarraigo.
Un contraste similar se leía en el anterior libro de Becerra, una novela de tapas blancas sin más marcas editoriales que el sello de Seix Barral y el código de barras en el que techies de especulación financiera convivían con niños indigentes que morían atropellados en la ruta. ¿En qué medida el packaging rebelde se corresponde con las fábulas incluidas en esos libros? ¿Por qué Becerra se interesa cada vez más en narrar un mundo de monstruosos desbalances?
“Se van acumulando cuadros, por así decir, en los que la economía de los personajes va empujando la narración –señala el escritor argentino por mail–. Como en la vida, el dinero tiende a acelerar las aventuras literarias, cuyo costo real es cero. Una novela megalómana, que en el cine sería inviable, en la literatura sólo cuesta lo que te lleve escribirla. Pero sean ricos o pobres, tengo la impresión de que mis personajes tienen siempre los recursos materiales que necesitan para ‘vivir’. Los financio a demanda. No se pueden quejar salvo cuando el rico es sometido a la pobreza y el pobre a la riqueza, lo que no creo que tenga por objeto que las cosas les falten o les sobren, sino que ellos se conviertan en otros. Ese tipo de conversión es una de los espectáculos humanos que más me gusta ver”.
Sobre el formato desdoblado de Un hombre y Dos mujeres, Becerra reflexiona: “Tal vez sea una protesta boba contra el prestigio del libro como fetiche cultural y continente más o menos represivo de lo que contiene. Como si te dijese: ‘Tengo más ganas de hablar que de escribir’, en el sentido de que prefiero los desarreglos preliterarios del habla a la monumentalidad clasicista de la escritura, sobre todo la escritura que consideramos literaria y que es la que se da corte de sus logros aparentes. Cierro los ojos y veo personas escribiendo con traje, burócratas de la lengua. Y me veo a mí en esa situación, lo que es mucho peor. Entonces necesito un poco de aire. Creo que así gano algo, pero en el fondo sé que no pasa nada. Una novela presentada en dos libros no es ninguna revolución. Es más bien una incomodidad administrativa para los libreros”.
–En relación con lo anterior, en “Dos mujeres” el mundillo de la cultura se retrata desde una mirada exterior como un espectáculo frívolo y repetitivo. ¿Qué supone que la novela participe de ese circuito en términos reales? ¿Resulta suficiente la ficción para imaginar un afuera?
–Los mundillos de la cultura son tristísimos, como casi todos los mundillos, porque lo que hacen es reducir el mundo a una pequeñez. Tienen una cierta pureza racista, códigos de ironía internos, defensa esnob del gusto, vínculos menos de afecto que de franeleo. Fantaseo mucho con no firmar mis libros, pero cuando lo propongo, no me dan pelota, sobre todo porque la historia de la literatura es, primero, la historia de los nombres y, recién después, la del arte literario, al margen de que uno puede encontrarse con coincidencias muy felices: el nombre Borges con la obra de Borges, por ejemplo. Si no me borro y acepto hablar de mis libros, es menos por narcisismo que por considerar la prensa de un libro una bolsa de trabajo.
Géneros y especies
–Los títulos de las novelas demarcan un límite entre hombre y mujer. ¿Son denominaciones genéricas o esa diferencia condiciona el curso del relato?
–Para decirlo en términos zoológicos, tengo la sensación de que el hombre es un tipo de animal; y la mujer, otro. El abismo entre géneros es el que podría haber entre especies. Esa distancia biológica, sensual, perceptiva y hasta verbal hace que sienta que cada género pide una literatura diferente y que al mismo tiempo no haya podido vencer la tentación de escribir Dos mujeres como si yo fuera una mujer, usurpando su sensibilidad y su idioma. El de las mujeres es un mundo encantado, imposible de descifrar; en esa imposibilidad radica la tentación de intentarlo, aunque sea en vano.
–Las marcas de coches aparecen en varias de tus novelas. ¿Es el fetichismo del Coleccionista una obsesión del propio autor? ¿Es el coleccionismo un hobby nostálgico, en vistas a un porvenir de coches voladores y sin chofer?
–Podría ser tranquilamente lo que decís: el auto como pieza arqueológica del futuro. Imaginate un grupo de arqueólogos desenterrando un Falcon en La Matanza en el siglo XXX y clasificando sus vértebras para llevarlo a un museo. Tiene sentido. Por ahora, los autos son nada sin los que los manejamos. ¿Y después? Pero en el caso específico del personaje de Un hombre, él no compra autos de colección para celebrar su antigüedad o su estado de conservación, sino al contrario: lo hace para rejuvenecerlos y, en la medida de lo posible, convertirlos en cero kilómetros. Quiere hacer retroceder el tiempo mediante la restauración enfermiza de lo degradado.
Para leer

Un hombre. Juan José Becerra. Seix Barral. 104 páginas.

Dos mujeres. Juan José Becerra. Seix Barral. 88 páginas.