Entre todos los excesos que padece nuestra época se encuentra el de la narración. Sea con palabras o videos e imágenes, caemos viciosamente en la egolatría de imprimirle un sentido al relato de lo que sucede a nuestro alrededor.
Sin embargo, no todos los relatos son iguales. Algunos no cuentan nada porque relatan todo; otros cuentan muchas cosas porque son rigurosos en la selección de los hechos.
El último caso corresponde a uno de los mejores: Gay Talese (1932). En 1966 publicó en la revista Esquire “Frank Sinatra está resfriado”, un perfil sobre el cantante al que no pudo entrevistar.
El artículo es uno de los fundamentos del Nuevo Periodismo por su coqueteo con la literatura y por la observación aguda de los detalles que, a menudo, sugieren la clave para desentrañar el corazón del tema.
En Bartleby y yo (Alfaguara, 2024), Talese evoca el backstage de ese perfil: el encargo del editor, sus reservas, la resistencia del entorno de Sinatra y el temor a haber perdido el tiempo. Construye un metarrelato a partir de personajes como la encargada de los peluquines del cantante, su maquilladora, su doble y su agente.
Lo intrascendente sostiene lo principal.
Boom neoyorquino
En la tercera parte de Bartleby y yo, la construcción de un sentido a partir de hechos se vuelve un ejercicio más palpable. Allí se enfoca en uno de los tantos bartlebys melvillianos que andan por Nueva York: Nicholas Bartha, un médico de Manhattan que en 2006 voló por aires su edificio, con él adentro, para no perderlo en el juicio de divorcio.
Talese da cuenta de todas las preguntas que cualquiera se haría: ¿por qué lo hizo?, ¿no tenía otra salida?, ¿cómo pudo llegar a esa situación límite? Elige con maestría las líneas temporales que convergen en el desenlace fatal, como los antepasados inmigrantes de Bartha que compraron esa casa, los conflictos que surgieron desde su construcción en 1882, la inverosímil cantidad de horas que trabajaba al día en el intransigente mandato de ascenso social.
La explosión de Bartha es uno de esos hechos que no agotan su explicación en un par de antecedentes. Encierran una recursividad que Talese explota muy bien al explicitar una suerte de mamushkas en las que una narración encierra una narración sobre otra narración. ¿Cuál fue el origen, cuándo el primer latido, de ese acontecimiento que Bartha trajo al mundo?
Tal vez no existe el grado cero porque en el principio era la narración.
Vida y obra
Talese podría escribir la historia de Bartha desde el punto de vista de sus hijas, de su ex esposa, de sus colegas, hasta de la casa misma, sin invalidar la historia principal. Los trabajos de no ficción son un recorrido posible entre los haces que se desprenden de un mismo hecho; son recorridos que descartan otros para hacerle lugar al sentido.
Para construir un relato atractivo, con algo de creatividad y estilo, tiene que existir lo descartable: si todo es importante, nada es importante.
Las redes sociales florecieron sobre la premisa opuesta: el cotidiano de nuestras vidas, especialmente en sus momentos más intrascendentes, amerita ser registrado y contado.
Se cristalizó, entonces, el mandato de narrar absolutamente todo al instante, descuidando el sentido que permite distinguir una historia (una vida) de otra.
Tal vez sea esta una de las razones del éxito de las narrativas consideradas literatura del yo, un género con más vástagos de los que puede mantener.
En medio de la sobrenarración de nuestras intrascendentes vidas resulta refrescante un trabajo como el de Talese, que enseña el compromiso con el sentido que entraña elegir contar pocas cosas.
Es una posición que se asume sobre el arte de escribir, y también una posición metafísica sobre la riqueza que tienen los hechos cuando no somos funcionales a ellos.