Mirada y paisaje se funden hasta concebir un inesperado nuevo ser en El monte de las furias, novela con la que Fernanda Trías (Uruguay, 1976) afianza el desplazamiento fantástico emprendido en la celebrada Mugre rosa (2020). Si allí el trastrocamiento de lo real llegaba en la forma de una epidemia climática que se anticipó milimétricamente a la pandemia, ahora es el linde ancestral entre lo vivo y lo muerto lo que aflora en el relato.
En línea con las mujeres aisladas y enturbiadas a las que Trías da voz desde La azotea (2001), la narradora de El monte de las furias se expresa por escrito en unos cuadernos que dan cuenta de su existencia agreste en la ladera de una neblinosa montaña, donde sólo comparte hábitat con un celador de caseta de vigilancia y a la que ocasionalmente ascienden algunas monjas y unos hombres en camioneta.
Ocupada en mantener a raya la maleza que amenaza con invadir su rústico hogar, la mujer va describiendo el monte circundante a la vez que recuerda la sufrida vida con su madre y abuela en el Pueblo Pobre de abajo, sabiéndose la última de su estirpe por una supuesta infertilidad.
Pobladora desterrada de esa geografía extrema e inhumana, la protagonista –que se limita a practicar un sexo parco y animal con uno de los trabajadores que frecuentan el sitio– tiene la posibilidad de convertirse en madre cuando unos extraños cuerpos empiezan a aparecer entre el musgo, que ella recoge y cuida en un trance enajenado que la hará transformarse en algo nuevo.
Grotesca y utópica, El monte de las furias busca también ser montaña en su escritura, recubriendo la fábula de terror con una poética de capas y texturas ásperas y terrosas. La montaña existió realmente, ya que Trías gestó la novela durante el confinamiento de pandemia mirando hacia los cerros de Bogotá que se alzaban frente a su departamento, consciente de disponer de todo el tiempo del mundo para transmutar esos cuerpos naturales en narración.
“La claustrofobia del encierro es lo que me empujó a ir hacia afuera, a ese imaginario abierto –dice la escritora en un bar de Buenos Aires–. Yo me había mudado a un apartamento en el borde oriental de Bogotá, es decir que a una calle de distancia empezaba la montaña virgen, el bosque. Las dos únicas ventanas miraban hacia ahí, yo estaba de espaldas a la ciudad. Fue esa situación la que me impulsó a estar mirando 24/7 la montaña, a entrar en un estado meditativo de observación. Ahí empieza la distinción de decir yo no vivo en la montaña, sino con ella, que es lo que dice la protagonista. Empiezo a obsesionarme y a sentir que en mi fantasía o imaginación yo me hallaba aislada en ese lugar, y empiezo a crear el personaje de la mujer al mismo tiempo que el de la montaña. Yo misma estaba dialogando, hablando sola con la montaña”.
Trías vive en Colombia desde hace una década, adonde llegó para enseñar escritura creativa tras un breve paso por Nueva York y una residencia previa en Buenos Aires, ciudad en la que aún se encuentran dispersos varios de sus antiguos muebles. Los lugares y espacios se han vuelto variables y al mismo tiempo determinantes tanto en la vida de la narradora como en sus libros, donde un departamento cerrado, una urbe, el mar o ahora la montaña se tornan reflejos opresivos de un estado interior.
“La montaña impone su presencia, algo que me parece interesante a diferencia del río o del mar, a los que tenés que ir a la playa o a la rambla a buscarlos –sigue la escritora–. Pero lo que más me impactó fue entender que no nos detenemos a mirar esa presencia con cuidado, con precisión, sino que justamente la situamos en el lugar de paisaje, de telón de fondo. Lo que me pareció interesante fue ver qué pasaba si ese paisaje estaba en el centro de la historia, hacerlo protagonista, ahí empecé a hacer ese ejercicio de observación detallada, aunque sin binoculares. Acá hay un árbol que se separa de este, y un parque de pinos, a esta hora la luz pega de esta manera y produce este efecto, y cuando está nublado adquiere este color”.
Una vez superada la pandemia y concluido el libro, Trías pudo experimentar la montaña desde adentro. “Me metí en ella para sentirla más en el cuerpo, pero ya había hecho salidas anteriores a las montañas, había tenido un choque fuerte con su idealización –completa–. Porque no te encontrás con una naturaleza bucólica, sino con un entorno hostil, desde el hecho de que te falta el aire porque estás a 2.600 metros hasta que estás en un páramo helado, el viento te pega, hay una lluvia horizontal que te cala, y todo tan embarrado que te hundís. Es brutal, y yo también quería salirme de la romantización de decir que nuestra civilización es barbárica y destructiva y que tenemos que irnos todos al idilio de la montaña. El Edén está lleno de espinas y de charcos inmundos”.
Cuidar y absorber
-¿Cómo ingresa el tema de la maternidad y de la infertilidad en la novela?
-Yo ya venía explorando la no maternidad en Mugre rosa, donde la protagonista cuida a un niño enfermo que no es su hijo biológico. Y acá yo pensaba que hablamos de la naturaleza en términos de madre tierra, de madre naturaleza, hay algo que ya materna en la naturaleza misma. Yo construyo personajes desde los contrastes, como unos espejos de lo que el otro no es, y me parecía interesante poner a esta mujer que tiene un deseo de maternar y que sin embargo al parecer no puede, porque esa es su versión, en contraste con la naturaleza que está pariendo constantemente, que no puede parar de dar vida y reproducirse. Quería pensar otra manera de maternar, extender los cuidados más allá de los hijos, y ahí es cuando no sé cómo ni cuándo se me apareció ese primer cuerpo. Cuando ella lo entierra y después empiezan a aparecer otros y ella decide limpiarlos y lavarlos y enterrarlos, entendí que ella estaba no sólo maternando a estos cuerpos sin nombre y sin memoria, sino que estaba haciendo en última instancia lo mismo que la madre naturaleza, que es reabsorber, enterrar todo eso que se muere en ese cuerpo de montaña.
-En los epígrafes citás al “Popol Vuh” de los mayas y a “Metamorfosis” de Emanuele Coccia, un libro de filosofía contemporánea ligado a la ecología.
-Son claves de lectura para mostrar los lugares en los que estuve pensando para escribir la novela. El concepto de metamorfosis me sirvió para pensar cómo se podría representar ese devenir vegetal en la narrativa. Y el Popol Vuh era un homenaje, entender que no podía meterme en esta novela que tiene tanto que ver con el territorio y no hacer aunque sea un mínimo reconocimiento a otros pueblos que lo pensaron de una manera tan avanzada. Yo había leído el Popol Vuh en el liceo, y me acuerdo de que sentí por qué nos están dando a leer esto, qué tiene que ver con nosotros. Como uruguaya convencida de que todos nos bajamos del barco ayer percibía ajena esa lectura y me acuerdo de que la odié, no saqué nada de ella. Pero siempre me quedó, y ahora que lo releí encontré otra cosa. Primero la fantasía de que no tiene nada que ver con nosotros, de que no tenemos nada que ver con esos pueblos, y luego me pareció impresionante ver cuestiones avanzadas que tienen que ver con los cuidados, porque en el Popol Vuh el ser humano es creado a partir del maíz, de algo que tiene que ver con la propia tierra, con los elementos de la naturaleza, y su función es cuidar de todo lo que está ahí. Esa noción cambia el punto de partida desde el que vas a pensarte y pensar tu relación con lo viviente. Y me parece que esa es la clave para solucionar el problema en el que estamos.
Para leer El monte de las furias
Fernanda Trías. Penguin Random House. 248 páginas. $ 31.099.