Entre la niñez y la adolescencia, el cine tuvo un gran protagonismo en nuestras vidas, con tres cines para elegir: el de Unquillo y otros dos en Río Ceballos. Los programas eran dobles y los domingos entrábamos a la siesta y salíamos a las 12 de la noche.
Crecimos con las historias de cowboys de Gary Cooper, los piratas de Burt Lancaster y el Robin Hood de Errol Flynn; allí vi la Cumbres Borrascosas de Laurence Olivier y la Jane Eyre con Orson Wells en el papel de Rochester y Joan Fontaine como Jane.
Mamá mantenía nuestro entusiasmo comentando películas que hasta hoy me resultan atractivas y que, en muchos casos, demoré cuarenta años en encontrar: La Guerra Gaucha, con un Enrique Muiño soberbio, Pampa Bárbara, con Francisco Petrone y La extraña pasajera, con Bette Davis, y me di cuenta de que no fueron los grandes filmes de mi juventud –Hace un año en Marienbad, Hiroshima mon amour, Eclipse- las que me dejaron un cálido recuerdo, sino películas como Que el cielo la juzgue, El despertar, Cuán Verde era mi valle.
La extraña pasajera, en blanco y negro, fue estrenada cuando yo tenía cuatro años. Crecí escuchando hablar de la hija sometida -Bette Davis- a los caprichos de su madre, interpretada por Gladys Cooper, gran actriz de carácter, y Claude Rains como el analista encargado de librar a la Davis de la dominación materna.
El proceso culmina con un acto de arrojo de la protagonista: siguiendo los consejos del terapeuta, que pone en sus manos un verso de Walt Whitman, se embarcará en un viaje por mar que cambiará su vida: cuñadas y sobrinas le prestan ropa elegante, le dan consejos y ella dejará sus innecesarios anteojos.
Un poema de Walt Whitman la guía: el que dice que se nos ha concedido la vida y la tierra para que nosotros, viajeros, busquemos el destino: La extraña pasajera se embarca en un transatlántico donde encontrará el amor.
Durante años pensé en esta película, sin haberla visto, hasta que encontré la novela de Olive Higgins Prouty en la biblioteca de una de mis tías, quien me la regaló. Un buen día vi la película en el cable y aunque fue estrenada en 1942, comprendí por qué mamá la recordaba y por qué lloro cuando vuelvo a verla: una madre autoritaria que -invocando el deseo de preservar a su hija de la decepción-, la convierte en un ser temeroso, y la dificultad de esta joven sometida para concretar su amor, y ayudar a la hija del hombre amado que padece en su hogar una situación semejante.
La fotografía, en blanco y negro, es muy buena, la dirección impecable y los actores, perfectos en su rol. En aquel entonces ganó dos Oscar y el libro agotó varias ediciones.
A través de los años, me sigue conmoviendo la frase final: los protagonistas no pueden casarse, pues la esposa de él no le dará el divorcio y, según la moral de la época, apenas si la pareja puede tratarse socialmente.
Entonces Bette Davis, ante la protesta de su enamorado, dice algo como: “Tenemos las estrellas; no pidamos la Luna” mientras contemplan el cielo desde un balcón de la mansión que Charlotte convertirá en refugio para adolescentes conflictuadas.
En internet encontré un sitio donde se estudiaba esta película con una visión feminista, tachándola de “machista”: la protagonista se independiza a través de los hombres que la rodean: su psicoanalista, su enamorado, y un caballero que, habiéndola dejado plantada en el baile de graduación, cae a sus pies cuando se encuentra con la viajera que ha mudado de piel.
Después de leer aquel artículo, volví a ver la película. Quizás la autora tenía en mente eso cuando escribió la novela, pero Bette Davis es y no es Charlotte: en general, es ella quien corta la conversación con estos hombres, casi marcialmente, aunque con educación.
Y libre al fin de su madre, parece valorar demasiado la independencia lograda para entregarla así como así: es ella quien decide que aquel amor no llegue a consumarse, porque no lo desea…aún.
Bette Davis logra, con su actuación un tanto exagerada para los cánones de hoy, que me sienta cerca de ellos –han encontrado un lugar donde nadie puede tocarlos–, con la luna entre los árboles, conformes con el destino que los dioses les ha concedido.