Jamás habíamos visto un urutaú en nuestras vidas.
Es un ave muy enigmática, instaurada en la cultura argentina a través de la poesía, leyendas y fábulas. Bien merecido se tiene este prestigio por su particular apariencia; por su nostálgico y tenebroso canto, que se parece a un lamento humano; y por su comportamiento, extraño de día y desconocido de noche.
Su nombre científico es Nyctibius griseus. Mide unos 35 centímetros. Es un ave de hábitos nocturnos que se alimenta generalmente de polillas que caza en vuelo. De día permanece inmóvil en la extremidad de un tronco con el que se mimetiza.
Su plumaje es igual a la textura de la corteza del tronco y es imposible detectarlo por más que estés a un metro de él. Durante el día, apoya su cola en el tronco, bien pegada; con sus cortas patas se agarra del borde y su cuerpo, bien erecto, continúa con la línea del tronco.
Cuando está relajado, su cabeza está en una posición normal y sus enormes ojos amarillos abiertos. Pero cuando se siente amenazado, eleva su pico (queda igual a la punta de la astilla de una rama quebrada) y cierra sus enormes ojos, transformándose en parte de esa rama, pasando inadvertido.
Su distribución habitual es en Chaco, Formosa y Santiago del Estero. En Córdoba no teníamos casi noticias de su aparición. Hasta que un día, Facundo, desde Villa María, nos avisa a Carlos Carmona y a mí que habían visto un urutaú en la estancia Yucat (una estancia de producción agrícola que ha preservado grandes superficies de bosque nativo autóctono). La sorpresa fue grande y comenzó la logística para ir lo antes posible a confirmar semejante dato.
Iba a ser uno de los primeros registros de la provincia de Córdoba de esta emblemática especie nocturna. Salimos de Unquillo a las 3.30 de la mañana rumbo a Villa María.
En busca del ave
Al llegar a la estancia, comenzó el recorrido hasta la zona donde lo habían visto días atrás, un bosque de eucaliptus. Con las primeras luces del día, comenzó la búsqueda minuciosa. Era una misión complicada ver a un ave de 35 centímetros y con una de las técnicas de camuflaje más espectaculares que se conozcan.
Era una misión sostenida por nuestro optimismo y amor por las aves. Lo cual no era poco. Pero yo contaba con una ventaja: tenía en el equipo a la persona con mejor vista y astucia para detectar aves y animales en la espesura del monte: Carlos Carmona. Expertos ornitólogos han quedado asombrados por su capacidad de ver lo invisible. No usa binoculares, jamás lo escuché gritar, habla bajo y pausado.
Los dos comenzamos a recorrer el bosque lentamente, cada uno por su lado. Revisamos cada rama en punta de ese bosque, árbol por árbol. Horas nos pasamos allí... y nada. Al mediodía, un cura de la estancia nos invitó a comer. Para ese entonces, éramos tres en la búsqueda: se había sumado el Facundo, que trabajaba en la estancia.
Almorzamos y retomamos la búsqueda.
Búsqueda infructuosa
Habíamos pasado tres horas de búsqueda intensiva, revisando minuciosamente cada árbol, de arriba a abajo, una y otra vez.
Entrada la tarde, pasó caminando un cura por un sendero. Sin detener su marcha, nos gritó: “Anoche el urutaú cantaba en el cementerio, allá búsquenlo”. Y siguió su camino hacia el campo. Sin decir palabra, hacia allá nos dirigimos.
Era otro bosque de eucaliptus, igual de grande que el anterior, aunque con lápidas y tumbas por todos lados. No era la primera vez que buscábamos aves en un cementerio con Carlos (esta vez, por lo menos, aún era de día).
Él comenzó a recorrer el lugar con la parsimonia que lo caracteriza, entre tumbas y árboles enormes. La escena era algo surrealista, pero no decíamos nada. Estábamos muy enfocados en ver por primera vez en nuestras vidas un urutaú.
Para evitar el movimiento y la vibración de los binoculares, me senté en el suelo y apoyé la espalda en un árbol, para estar más firme. Así fui girando varias veces al árbol, revisando los otros árboles a mi alrededor.
Allí estuvimos tres o cuatro horas más. Sabíamos que el ave podía estar allí o a kilómetros de distancia.
Comenzaba a caer el sol. La luz era cálida y lateral, e iluminaba todo el cementerio. Yo seguía sentado contra aquel eucaliptus. Carlos me dijo: “¿Vamos?”. Lo miré y le dije: ”Sí, vamos”. Las chances se agotaban. Revisé una vez más con los binoculares a mi alrededor.
Carlos se fue caminando por un sendero hacia la tranquera de salida, dándome la espalda. A 50 metros de mí, se dio vuelta para llamarme una vez más, miró hacia arriba y gritó eufórico: “¡Ahí está! ¡Lo vi! ¡Arriba tuyo!”.
Estaba justo en el árbol que yo había elegido para apoyarme. Lo tenía sobre mi cabeza. Carlos lo detectó a contraluz, le vio la forma del pico a unos 15 metros de altura. Su vista y astucia no nos fallaron. Ya lo habíamos encontrado.
Ahora el desafío era obtener una foto digna, estaba muy alto para fotografiarlo.
Conseguir la foto
El operativo fue rápido y efectivo. Facundo fue al pueblo para pedir una escalera en la cooperativa, y con Carlos buscamos sogas y las comenzamos a atar. La escalera era muy alta, pero nos faltaba altura aún para acercarnos al urutaú. No subíamos a su árbol, sino al de enfrente. El ave no iba a volarse, confiaba en su mimetismo y lo sabíamos.
Tuvimos que ir a buscar otra escalera, atamos ambas (no sé cómo) y nos quedó una megaescalera que apoyamos y atamos al árbol. Primero, subió Carlos con una soga. Desde abajo, até el equipo (con lente, cámara y flash, son unos 15 kilos) y él lo fue izando.
Pudo fotografiar al urutaú con mucha dificultad y esfuerzo. No era fácil sostenerse y levantar el lente allá arriba. Y las condiciones de seguridad de nuestra escalera improvisada no eran las óptimas. Carlos bajó y llegó mi turno. Subí lentamente, sin vértigo, pero sabiendo que una caída era fatal desde esa altura. Una vez arriba, sentí que por fin nos miramos a los ojos con el urutaú.
Contemplé por un momento a la enigmática ave y comencé a izar el equipo. Con una pose digna de un acróbata, hice las primeras tomas. Él seguía inmóvil, como si nada. Nos separaban unos ocho metros de árbol a árbol.
Al final, bajé la cámara y lo disfruté otro instante. El sol caía y la luz era tenue. Abajo estaban Carlos y Facundo, rodeados de tumbas y lápidas blancas.
El objetivo estaba cumplido y nuestra felicidad era enorme: logramos como fotógrafos brindar un pequeño aporte al mundo de la ornitología.
Que esta especie no haya antes habitado Córdoba y ahora sí lo haga puede deberse al cambio climático. Las especies son bioindicadores y no siempre nos indican cosas buenas. Como el aumento de la temperatura, por ejemplo, que beneficia al urutaú, que cada vez pueda ampliar más al sur su distribución.