Creían los comechingones, antiguos habitantes de Córdoba, que nuestras sierras eran un enorme cántaro que guardaba las viejas y las nuevas lluvias.
Este cántaro tenía grietas por donde el agua se escurría en pequeñas cascadas o en vertientes que corrían hasta el pie de la montaña.
Era aquel el hogar de un ánima silvestre a la que los comechingones llamaban “la Madre del Agua”: era muy caprichosa y, elevándose del arroyo con el rostro brillante de mica, solía asustar a los niños que iban a pescar mojarras a la siesta.
De noche, al resplandor del fuego, los ancianos contaban a la tribu hechos maravillosos y decían que podía descubrirse que la diosa andaba cerca porque sus huellas olían a peperina, que llevaba el pelo dividido en dos, trenzado con hilos de luna y con hilos de sol, y como vivía en el mundo subterráneo, que su piel era muy clara.
Si estaba de buen humor, la tierra helada del final del invierno se tornaba verde con una llovizna inesperada, hacía florecer las verbenas en invierno y que bajo los churquis naciera la Santa Lucía, que alivia el mal de los ojos.
Pero si algo la enojaba, rompía los cántaros y lanzaba crecidas que volteaban árboles y arrastraban rocas que destruían todo a su paso.
En uno de aquellos enojos, se negó a soltar el agua, la tierra comenzó a morir de sed; y con ella, los animales y los seres humanos.
Llegó a ser tan grave la sequía que los pajaritos caían muertos mientras volaban, los renacuajos boqueaban entre algas amarillentas y los pumas apagaban la sed en alguna vertiente empecinada.
Dicen que fue entonces que los pájaros, las mariposas y las corzuelas fueron a ver a la señora Chuña, quien era medio fea, medio tristona y muy calladita.
–Señorita Chuña, debe usted ir a ver a la Madre del Agua y pedirle que nos largue aunque sea una lloviznita para seguir viviendo.
La Chuña, modesta como era, dio una cabeceadita y dijo:
–¿Y por qué me ha de hacer caso a mí tan importante señora?
–Es que usted tiene un canto muy triste y cuando ella la escucha, se larga a llorar, los cántaros se llenan y no tiene más remedio que vaciarlos sobre la tierra.
La Chuña aceptó, pero, por las dudas, don Vizcacha y doña Comadreja fueron a ver a la Perdiz. Desde el sendero, para no asustarla –era tímida, le gustaba andar por el suelo y le temía al Zorro–, le rogaron que se pusiera a silbar para que la Madre del Agua hiciera llover.
–¿Creen que me escuchará? –preguntó el avecita, contenta de ser solicitada para cosa tan importante.
–¡Sin ninguna duda! –dijo don Vizcacha–. Sabemos que se alegra mucho cuando usted se baña en los charquitos del río.
–¿Se acuerda del verano pasado, cuando llovió tanto? No bien usted pio, ella se llevó las nubes. ¡Nunca lo olvidaré! Se me inundó la madriguera y temí por mis hijitos.
La Perdiz se sacudió las plumas, muy agitada, y prometió que silbaría hasta que a la Señora se le pasara el enojo.
Por si aquello no convencía a la diosa, mandaron a la Lechuza a buscar al Crispín, que andaba escondido como bandolero. Cuando comenzó a oscurecer –a la Lechuza no le gustaba andar por ahí mientras era de día– se posó en un tala, y lo llamó con su “Hu, hu”, que sonaba muy triste y asustaba a los seres humanos, pero no al Crispín, que le contestó con su melancólico cantito.
–Señor Crispín, sabemos que a usted le gusta salir cuando las ánimas andan sueltas, pero es necesario que vaya hasta la laguna de la cumbre del Champaquí, donde nosotros no podemos ir porque los Espíritus nos atraparían. Como usted es muy hábil, podrá engañarlos, llegar arriba y cantar hasta que la Señora nos mande agua.
Y como la Señora quería especialmente a estos tres pajaritos, cuando oyó su triste piar se conmovió y terminó con la sequía: así crecieron los pastos, los sapos pusieron huevos y nacieron renacuajos, las mariposas alegraron las siestas y el campo se coloreó con las flores pequeñas y bonitas de nuestras sierras.
A partir de aquel lejano día, cuando la sequía nos castiga, la Chuña, la Perdiz y el Crispín claman con sus dolientes voces a la Madre del Agua, que suelta la lluvia para que las plantas, los animales y los seres humanos no mueran de sed, puedan alimentar a sus hijos y descansar la mirada sobre los campos en flor.























