Donald Trump, presidente electo de Estados Unidos, está acostumbrado a las grandes apuestas: ostenta 88 cargos en su contra en cuatro causas judiciales, un jurado popular lo declaró culpable de 34 delitos en una de esas causas y carga con incontables demandas civiles. Nada que pueda detener su glorioso retorno a la Casa Blanca el 20 de enero próximo: la Constitución de su país lo habilita y la mayoría del electorado lo aclama.
La carrera gansteril del ampuloso magnate, lejos de complicarle la existencia, alimentó su proyección política. La llegada de Trump al poder es obra de la voluntad de ciudadanos a los que poco les importó el prontuario del personaje en cuestión a la hora de emitir su voto.
Para la mayoría de los norteamericanos, la falsificación de documentos con el fin de encubrir sobornos a una actriz porno, la apropiación de documentación confidencial del Estado o la conspiración para falsificar datos electorales son procedimientos tan inocentes como sustraer un par de caramelos masticables del estante de un quiosco. Por semejantes tonterías, no hay motivo para desconfiar de un sujeto que, en pocas semanas más, acumulará un enorme poder al frente de la mayor potencia capitalista de Occidente.
Si se presta atención a diversos estudios en materia de criminología, las conductas de Trump no lo encuadran en la categoría de delincuente común con plena conciencia sobre la ilicitud de sus actos, sino que se trata más bien de un “delincuente por convicción”. Esta figura es aplicable a delincuentes políticos que conocen la antijuricidad penal de su conducta y cometen voluntariamente el delito, porque desprecian la norma y están totalmente convencidos de que así deben actuar para lograr sus objetivos.
Ese proceder adquiere ribetes más alarmantes cuando induce a la desobediencia civil y cuando cuenta con la simpatía de un amplio sector social. Tal escenario revelaría un explosivo entredicho entre el pensamiento de los poderes públicos sobre lo que está mal y lo que opinan los ciudadanos, situación que es compatible con lo observado en las recientes elecciones de Estados Unidos y puede explicar otros casos en el mundo actual.
Amigos son los amigos
El presidente electo divorciado con la ley tiene “amigos” de fierro, que siempre lo acompañarán en las buenas: ni bien se despejaron las pocas dudas que existían sobre el ganador de la contienda electoral del martes 5 de noviembre, llegaron presurosamente los mensajes de felicitaciones al ganador por parte de Nayib Bukele, Benjamin Netanyahu, Viktor Orban, Giorgia Meloni, Jair Bolsonaro, Santiago Abascal y, por supuesto, Javier Milei.
Esa inquietante galería de celebridades confluye en el eje de ultraderecha, también identificado como derecha radical o populismo de derecha, que hoy se extiende hacia ambos lados del Atlántico y surca el Mediterráneo.
Más allá de los efectos reales sobre sus imágenes y políticas internas, es evidente que el triunfo de Trump envalentonó a todo ese arco político, que ve validados sus estilos agresivos, excluyentes y también, muchas veces, rayanos con la ilegalidad.
El autoritarismo expresado en insultos virulentos y en descalificaciones contra opositores y periodistas, a lo que se suma el empecinamiento de lograr objetivos a toda costa a base de un avance sobre la independencia judicial, más el desprecio por inmigrantes, minorías sexuales y políticas de protección medioambiental, son conductas que rinden frutos en las urnas, por lo que sobran los motivos para insistir en esa senda.
El politólogo neerlandés Cas Mudde, uno de los mayores estudiosos contemporáneos sobre la cuestión, identifica a esa corriente de pensamiento como “derecha radical populista”: al igual que el populismo de izquierda, los exponentes de esa vertiente ideológica dividen a la sociedad entre el pueblo y la élite política y económica (o sea, “la casta”), acusada de actuar en interés propio. El pueblo es la masa indiferenciada a la que el líder populista representa.
Para los referentes de esa derecha radical que gana adeptos día a día, particularmente en Europa, Trump es hoy su emblema, una estrella en el firmamento que guía el camino por seguir. Quizás uno de los mensajes que mejor sintetiza la visión imperante sobre su héroe en la galaxia ultraderechista sea el publicado en la red social X por Jair Bolsonaro, que ve al septuagenario futuro presidente norteamericano como “un verdadero guerrero”.
El inefable expresidente de Brasil fue uno de los más expresivos de toda la barra ultraderechista, despachándose con un “¡gracias, Dios!” ni bien quedó claro el triunfo de Trump. En tono épico, Bolsonaro describe al presidente electo norteamericano como “un hombre que, incluso después de enfrentar un brutal proceso electoral en 2020 y una persecución judicial injustificable, ha vuelto a levantarse, como pocos en la historia lo han logrado”.
El ave fénix de la ultraderecha mundial parece así despertar la ilusión entre sus pares de que es posible cometer infinidad de tropelías y caer en desgracia para luego resucitar con toda la fuerza. Con la fantasía de que el futuro presidente republicano presione sobre la Justicia de Brasil para que le levante la inhabilitación hasta 2030 para presentarse como candidato presidencial, Bolsonaro redondeó su eufórico saludo a Trump con un salmo bíblico premonitorio: “El llanto puede durar una noche, pero la alegría llega a la mañana”.
Desde Argentina, un exultante Javier Milei apuesta a que el futuro presidente “haga América grande otra vez”, monumental tarea para la que ofrece el apoyo de su país. En el fondo, el presidente argentino sabe que desde estas latitudes se puede hacer muy poco por el gran sueño americano de Estados Unidos, aunque el nuevo mandamás de la principal potencia occidental podría influir sobre el FMI para que aparezcan algunos verdes billetes que necesita el gobierno libertario para sostener su castillo de arena en suelo pantanoso.
Milei hará todo lo necesario para que Trump confunda a la Argentina con la actriz porno Tormentosa Daniels en pleno despliegue de sus dotes actorales, recordándole además al ardoroso republicano que al sur del continente cuenta con un amigo incondicional que también insulta a opositores y periodistas, instiga la agresión hacia quienes lo critican y cree ser el elegido por Dios para vencer a los impíos comunistas. El martirio de las relaciones carnales recargadas, desde la perspectiva del líder libertario, supliría las limitaciones argentinas para ayudar a hacer América grande otra vez.
Pero hay un pequeño gran detalle que Milei parece no tener en cuenta: Trump exhibe una visión nacionalista, antiglobalista y proteccionista de la economía muy diferente a la suya y más coincidente con la de su vice, Victoria Villarruel. Al libertario le apareció, además, una fuerte competidora en la vereda del frente: Cristina Fernández, que se ve a sí misma más trumpista que el propio libertario.
Pendencieros pacifistas
Mientras tanto, inquietan las muy buenas ondas que llegan para Trump desde Budapest. El autócrata húngaro Viktor Orban afirmó en la red social X que “tenemos grandes planes” con el ganador de la contienda norteamericana, sin olvidar que existe entre ambos una admiración mutua desde que el eterno mandamás magiar fue el único jefe de Estado de la Unión Europea que apoyó la candidatura de Trump en las elecciones de 2016 y de 2020.
Vale recordar que Orban permanece atornillado al poder desde el año 2010 como primer ministro y tuvo un paso previo como presidente entre 1998 y 2002, además de ser un buen amigo y lobbista de Vladimir Putin en territorio europeo. Semejante vínculo amistoso y apego por el poder a perpetuidad plantean perturbadores interrogantes sobre los “grandes planes” de Orban junto con Trump.
En principio, Orban apuesta a que se haga realidad la promesa trumpeana de terminar la guerra en Ucrania en un día, por una sencilla razón: “Trump odia la guerra, no inicia guerras porque es un hombre de negocios”. La intención del presidente electo es que Estados Unidos deje de gastar plata para defender la soberanía ucraniana, lo que supondría la imposibilidad de Europa de financiar la guerra en soledad.
Trump, un pendenciero por naturaleza, tiene en mente un acuerdo de paz que implica que Ucrania deponga su resistencia y se olvide de la quinta parte de su territorio arrebatado por Rusia. El magnate norteamericano, de este modo, trae en sus alforjas la derrota para la Otan, la Unión Europea, Zelenski y sus corajudos compatriotas, y la felicidad para Putin y Orban.
“El nuevo mandato de Trump consolidará a Putin y lo tendrá como un referente junto con el chino Xi Jinping y el norcoreano Kim Jong-un”, puntualiza Carlos Juárez Centeno, director de la Maestría en Relaciones Internacionales del Centro de Estudios Avanzados de la UNC. “En este segundo gobierno, Trump mirará más hacia Oriente y tendrá mejor relación con los Brics, que ahora han adquirido más peso”, agrega.
En el tren de la victoria también viaja Giorgia Meloni, quien siempre defendió al “pacifista” Orban ante sus pares europeos, pese a que se lo acusa de ejercer un gobierno autoritario. La primera ministra italiana, cuyo partido Hermanos de Italia rinde culto al dictador fascista Benito Mussolini, hace esfuerzos para proyectar al mundo la imagen de una dirigente pragmática y moderada que tiende puentes entre los conservadores tradicionales y la derecha radical en la Unión Europea, pero al interior de su país tensiona la institucionalidad y busca limitar la disidencia, apuntando, por supuesto, a los ya mencionados clásicos enemigos de los líderes de su pelaje.
En su afán de terminar de un plumazo con todos los frentes belicosos en los que participa Estados Unidos, los planes de Trump deberían ser tomados con pinzas por otro ultraderechista con mano de hierro, Benjamin Netanyahu. El rudo primer ministro israelí mantiene la ilusión de que el republicano reedite las sólidas políticas proisraelíes de su anterior mandato, pero el magnate insiste en cesar todas las guerras y para eso tiene contacto con dirigentes árabes cercanos a Hamas y a Irán, a los fines de lograr su objetivo: a un señor de la guerra como Netanyahu la paz en Medio Oriente lo dejaría completamente debilitado.
“El nuevo gobierno de Trump le complicará las cosas a Netanyahu, porque es poco probable que continúe proveyéndole a Israel la ayuda que le suministraba el gobierno demócrata de Joe Biden”, considera al respecto Juárez Centeno. “No olvidemos que, aunque lo recibió durante su última campaña, Trump en una época de su primer mandato ni lo recibía a Netanyahu y hasta habló despectivamente del mandatario israelí”, enfatiza el investigador y docente cordobés, como para recordarle al hombre fuerte de Tel Aviv que debería moderar un poco su entusiasmo.
Iguales y diferentes
Más allá de las conexiones, los valores compartidos y los apoyos mutuos que se pueden observar, hay claras diferencias entre la derecha radical europea y la ultraderecha latinoamericana, que las asemejan en mayor y menor medida a Trump. “La ultraderecha latinoamericana, encarnada por Milei o Daniel Noboa, pero sobre todo por Milei, está culturalmente colonizada, no es nacionalista ni prioriza el desarrollo industrial ni el fortalecimiento del Estado, sino que se orienta a los mercados financieros y a los fondos buitres”, enfatiza Juárez Centeno.
“Orban y Meloni son más parecidos a la ultraderecha trumpeana, aunque con la salvedad de que Hungría e Italia son jugadores importantes pero de menor peso en el contexto mundial”, destaca el mismo especialista. Respecto a la figura de Bukele, Juárez Centeno lo define como “una rara avis en el contexto latinoamericano, porque es un populista de derecha que viene de la izquierda y es más nacionalista que Bolsonaro, incluso”.
Al continuar con su mirada panorámica sobre el mosaico ultraderechista, el docente e investigador del CEA-UNC considera que “personajes como Orban o Bukele son diferentes al resto, como representantes de lo que se denomina ‘democracias iliberales’”. Pero también ubica a Milei como una rara avis: desde su punto de vista, “trae cosas novedosas, es difícil de rotular y es mucho más extremo en la aplicación de políticas económicas que tienden a lo que podemos definir como ‘una democracia cruel’”.