Beatriz Sarlo (1942-2024) asumió su “ser intelectual” como un desafío constante, de principio a fin, al que se dispuso de manera tal que no se advirtiesen sus inseguridades, que las tenía, aparentando toda la seguridad y la convicción que fuesen necesarias en cada ocasión para poder decir lo que quisiese decir de la mejor manera posible.
Su último desafío ha sido, nada menos, la escritura entre 2017 y 2024 de No entender. Memorias de una intelectual, que acaba de salir a casi dos meses de su muerte. ¿Cómo escribe hoy una intelectual sus memorias? Sarlo conocía todas las teorías sobre los géneros discursivos que habían puesto en crisis la noción de verdad que prometen tanto la autobiografía como la memoria.
No podía lanzarse a escribir ingenuamente, para decirlo con una palabra simple, recuerdos. ¿Qué correspondía que hiciera? Primero, y aunque suene a broma, un seminario consigo misma para indagar los pormenores del género elegido. Segundo, tensionar al máximo la escritura y mantener la tensión. Tercero, establecer una distancia crítica entre ella y su memoria, y entre ella y su escritura.
Todo ello se condensa, a su manera, en las dos palabras del título: “No entender”. Esa fórmula de difícil acceso remite al quehacer intelectual en el más amplio sentido del término. Cualquier lectura que encaremos nos llevará del no entendimiento hacia el entendimiento. Al leer, interpretaremos, otorgaremos sentido, construiremos una significación. Pero eso no equivale a hacerlo bien y por completo. Siempre habrá cosas que se nos escapen, y siempre imaginaremos que hemos entendido algo que, en realidad, no hemos entendido.
El intelectual, en general, vive esa paradoja como parte de su actividad y se esfuerza por aumentar su comprensión y reducir sus espejismos para colaborar al entendimiento de los demás cuando traslada al ámbito público, escritura mediante, el resultado de sus elucubraciones.
Sarlo, objeto de estudio
Pues bien, lo que hizo Sarlo fue posicionarse como si ella misma fuese el objeto de estudio que no entendía y que buscaba entender. ¿Qué buscaba entender? Su devenir intelectual, ¿cómo surge y se forja y se evalúa una “vocación” semejante? ¿Qué recuerdos podrían servir como material de análisis? ¿Cómo seleccionarlos, cómo aislar cada una de sus posibles “contaminaciones” antes de emprender su exploración?
Por ello, la primera y tensa advertencia: “No es un libro de recuerdos. Es un libro de recuerdos”. No es recuerdo aquella anécdota que descubrimos teñida por el anacronismo. Es recuerdo todos aquellos hábitos y costumbres que nos han moldeado en una familia, en un grupo, en una clase social. Y tanto unos como otros suelen remitir por igual a la infancia, etapa de la vida en la que vivimos situaciones de compleja magnitud que “no entendemos” porque no tenemos los elementos necesarios para proceder a su análisis e interpretación. A eso lo hacemos mucho más tarde, cuando adquirimos el saber necesario, en el mejor de los casos. Pero, para lograrlo, primero hay que tomar un par de decisiones y ponerse a prueba bajo ellas: “Convencida de que entender era un trabajo, me acostumbré a que ese trabajo fuera un placer”.
¿Qué encontró Sarlo en su infancia? Que aprendió todo lo que a los adultos que la rodeaban, en casa y en la escuela, se les ocurriera enseñarle. Que despreciaba lo que entendía fácilmente. Que era una lectora veloz y superficial, “no era curiosa sino hambrienta”. Que le atrajo la palabra “intelectual’, que aparecía en un titular de diario junto al apellido Sartre. Que a los 12 años ya se sentía legitimada por un poder que provenía de ella misma. Que sería “moderna”, como su época, y en el más amplio sentido de la palabra (el que engloba “modernidad”), desde la identificación arquitectónica con su casa paterna hasta la conmoción emocional que vivió al llegar a la Bauhaus, en Berlín: “Recibí la Bauhaus, como la música y la pintura, de quienes me enseñaron lo que necesitaba saber para sentir. No quedo inmovilizada por un impacto ante lo desconocido, sino por el reconocimiento de que algunos retazos de lo conocido toman la forma precisa de una obra”. Que no quería ser buena, porque se sabía mediocre, sino original. Que tendría buen gusto.
Ella y nosotros
La figura que organiza esa sumatoria pareciera más determinada por las limitaciones y los mandatos imposibles que por las capacidades propias. ¿La Sarlo? Sí, y hay más si salimos de la infancia. El reconocimiento de que estudió Letras porque fracasó como estudiante de Filosofía y de que fue una “mala estudiante”. La constatación de que “era una despistada con pretensiones” al punto de que parecía “una especie de pariente pobre de las elites, yo era esnob como Victoria Ocampo sin haber ido más lejos que Deán Funes”. Y una doble y profunda confesión: que a partir de 1966, cuando rechazó probar suerte como docente en la Universidad Pittsburgh, tomó “caminos sin salida, desvíos equivocados, senderos demasiado cortos para mi ambición o demasiado largos para mis fuerzas”, de manera tal que todo lo que hizo desde entonces estuvo marcado a fuego por la improvisación, aun si de ello resultaron aprendizajes fundamentales para su trayectoria futura; que a mediados de los años 1980 estuvo a punto de “renunciar a la identidad intelectual que tanto me había costado conseguir”. ¿Cuándo se rectificó esa tentación? A mediados de 1990, cuando estableció el fuerte vínculo con la prensa gráfica que le permitió repetir el camino de los intelectuales vieneses o berlineses de principios del 1900 que tanto admiraba.
Acaso sea inevitable una cierta tristeza melancólica al terminar el libro, sabiendo que esta fue su última clase magistral. Y que por más que nos haya deslumbrado, ella seguiría desconfiando de nuestros elogios: “Hay que creer intensamente en el otro, incluso para tomar en serio lo bueno que dice sobre uno”.
