Esta nota de Navidad la escribí hace unos 20 años y hoy la reproduzco a pedido de una lectora: cuando apareció por primera vez, ella era chica y su madre se la leyó. Hoy, su madre ya no está y yo se la envío en recuerdo de la ausente.
Veamos, entonces, cómo se celebraban antaño las Navidades en Córdoba; la víspera del 25 de diciembre no podían faltar en la mesa fuentes de postres deliciosos: ambrosía, tocino del cielo, dedos de caballero, huevos quimbos, alfeñique. Por eso, no la víspera, sino la antevíspera, había que tomar recaudos para que leche y huevos no faltaran en la casa, pues en esa fecha, “si un millón de huevos entraban a la ciudad, no quedaba ni uno de consuelo”.
Era necesario, además, contar con suficiente azúcar, canela en rama, cáscara seca de naranja y limón. No faltaba tampoco, en aquella mesa, la dulcería de otras provincias: “limoncitos sutil”, higos rellenos con nueces, la fruta abrillantada, las deliciosas colaciones.
Gustaba mucho el arroz con leche, que se comía pocas veces al año: el Sábado de Gloria, el día de Corpus, el de San Jerónimo, el de la Virgen del Rosario y, de vez en cuando, en Navidad.
Al anochecer del 24, temprano, se recibirían amigos y parientes, y después de algunas colaciones se iría, en grupos y llevando a los niños, a las casas donde se mostraban los pesebres. No eran pesebres comunes: algunos se guardaban desde el siglo anterior, cuando los artilugios mecánicos hacían furor en Europa, especialmente fabricados en Francia y en Alemania.
Muy pronto, los criollos fabricaron otros, aunque con materiales más simples. Azor Grimaut nos cuenta en Duendes en Córdoba sobre uno de bonitas figuras, accionado con hilos, que congregaban a muchísima gente. “Allí, había muñecos criollos que hachaban leña –se escuchaba el ruido de la hachita–; que extraían agua de un aljibe; que arreaban ovejitas, en fin, todo un conjunto de ilusiones”.
También había pesebres “vivos”, donde se buscaba un niño de pecho para que hiciera de Jesús, y el Abrojal prestaba un negro para que encarnara a Baltasar. Vecinos no siempre pudientes se encargaban de vestirlos con ricas galas, y las mujeres trabajaban meses bordando en pedrería, orifrés y espejuelos el atavío de la Virgen, los mantos y turbantes de los Reyes, que llegaban, como Dios manda por estas tierras, a caballo.
Donde se exponía un Nacimiento, la casa se convertía en tertulia para los vecinos y no importaba si esta era casona que daba a la plaza o morada cercana a La Cañada.
Era común que se adornaran los pesebres con sartas de huevos de pájaros pintados, de flores hechas de palma, de telas, de caracoles que formaban grutas, toda una artesanía ingenua en la que se destacaban los morenos, los mulatos, los libertos.
La gente “distinguida” recubría el portal del pesebre con flores verdaderas o hechas por las Teresas; abundaban las hojas de palma y las piedras preciosas de imitación; los más humildes usaban flores secas, espigas o ramitas de olivo.
Las figuras de la Sagrada Familia eran de procedencia española, primorosamente pintadas y con toques de dorado. Los más humildes las hacían de maderas sencillas, de yeso o de barro, y luego las vestían, o pintaban sobre ellas el ropaje correspondiente.
Solía ser de importancia una gran estrella guardada con sumo cuidado, y recuerdo a mi madre, cuando armábamos el pesebre en la infaltable estufa de leña de nuestra casa en las Sierras, usar un espejo rodeado de pasto para simular una lagunita cercana a la casita del pesebre. A veces conseguíamos en La Gran Muñeca animalitos sueltos como patitos, cisnes, gansos, pollitos y cerdos que se iban agregando a través de los años.
Solía usarse, ingeniosamente, la chala del choclo para armar figuras de animalitos, cunitas y sillitas, sin olvidar que las figuras talladas en las provincias del norte eran sumamente apreciadas.
Para finales del siglo XIX, ya solían llegar de Europa artesanías admirables que perduraron, en algunas familias, a través de 100 años o algo más.
Eso, sin olvidar las figuras de vestir o algún pesebre resguardado desde poco después de haberse fundado la ciudad. Y la gran estrella que papá agregaba al cedro comprado en el vivero de Mendiolaza.
Continuará...
























