Hay quizás un eco remoto, apenas audible, entre Así hablaba Zaratustra y Así hablaba mi madre, la breve e intensa novela de Rachid Benzine, autor nacido en Marruecos que emigró a Bélgica de muy chico junto a su familia.
Establecido luego en Francia, Benzine se convirtió en un homme de lettres en toda regla. Es politólogo, especialista en estudios del Islam (la editorial cordobesa Alción publicó Leer hoy el Corán en la colección Biblioteca marroquí que dirige Leandro Calle), novelista y dramaturgo. Todo lo contrario a su madre, una mujer de origen campesino que logró criar prácticamente sola a cinco varones y subsistió trabajando en casas de familia.
Esa distancia entre el hijo asimilado, culto, inmerso en los libros, y la madre pobre, amante de las canciones populares, la tele y las revistas basura es una de las vetas de la novela.
“Mi madre aprendió la lengua de Molière a puro cachetazo y humillación. De hecho, sus patronas más groseras agobiaban sin descanso a esta sirvientucha ‘árabe’, por mucho tiempo sin permiso de residencia”, se lee en un pasaje que condensa la situación de no poder ingresar nunca del todo al idioma del país anfitrión.
La mamá de Benzine hablaba mal un francés del cual retenía algunas frases estudiadas de memoria con el fin de poder resolver situaciones sociales como ir a hacer un trámite o pedir una dirección. Se servía de “palabras aproximativas” y su sintaxis era incierta, además de que su acento marcaba a fuego su condición de exiliada que se queda a mitad de camino.
Cuando eran chicos, él y sus hermanos se reían descaradamente de las incursiones de su madre en un francés defectuoso, se reprocha el autor con amargura.
Madre e hijo están unidos por un ritual monotemático que consiste en la relectura de diversos pasajes de un único libro: La piel de zapa, de Honoré de Balzac, un tesoro literario exclusivo cuyos pasajes la protagonista (que apenas se defendía en francés) puede recitar de memoria aunque nunca lo ha leído.
A partir de esas sesiones de acercamiento en lo que parecen las horas finales, durante las cuales el hijo lee y la madre anciana escucha, se restauran recuerdos y se va armando un retrato amoroso pocas veces visto.
Benzine cuenta que ha aprendido a dejar de lado casi todo para cuidar a su mamá. Ha renunciado a tener pareja, a criar hijos, a salir. Come a su lado. Permanece horas junto a su cama y chequea los aparatos que la mantienen con vida. Escribe: “Me contento con respirarla. Con escucharla vivir. Con cruzar su mirada límpida. Con recibir su sonrisa enigmática”.
El narrador se carga de culpas y se remuerde por haber sido un “tránsfuga de clase” y por haber mirado con superioridad la vida poco emocionante de una inmigrante inculta, resignada a agachar la cabeza y a sufrir desprecios en una lengua prestada. Sin embargo, Así hablaba mi madre encuentra en esos rasgos una forma de sabiduría que el libro proyecta con una devoción absoluta (valga la redundancia), casi irreal pero muy palpable.
Hay momentos de una intimidad descarnada en esta exploración de los vínculos, de los laberintos emocionales, de todas las vidas que encierra la palabra “madre”.
- Así hablaba mi madre. Rachid Bezine. Editorial Edhasa. 94 páginas. $ 1050.