Cuando era joven –y me dura hasta hoy día–, don Azor Grimaut me sedujo con sus recuerdos de la vieja Córdoba, con sus barrios de gauchos, de señoritos o de africanos: en su genuina sencillez, nadie como este escritor humilde pudo contar la historia de nuestras barriadas más antiguas, con el humor y la picardía cordobeses.
Grimaut me encantó, especialmente, en las historias de animales fantásticos de nuestra ciudad, como aquella de un burro del Abrojal que solía aparecerse detrás de Santo Tomás, zona que tuvo su fama en la mitad del siglo XIX por haber sido el degolladero oficial durante la ocupación de Córdoba por las fuerzas de Oribe.
Dice este autor que por allí, hasta los años ’30 del siglo pasado, corría una acequia que venía de La Toma, hasta la esquina de Bolívar, de donde era desviada para alimentar el lago del paseo Sobremonte.
Ese canal corría entre yuyales, montecitos de talas, molles y cañas, de donde solía aparecer un burro enorme en el que iban montados, muy orondos, siete chicos.
La hora preferida de su aparición era la media noche, y con un trotecito parejo, pero al que nadie podía alcanzar, se dirigía hacia el oeste.
La rareza estaba en que nadie del lugar reconocía al burro o a los niños, y que su paso no sólo no producía ruido, sino que caminaba a varios centímetros del suelo.
Los chicos parecían figuras de palo: nadie los vio nunca moverse y antes de llegar a la calle Bolívar, el burro explotaba sin un sonido y desaparecía en las sombras. Eso sí, aquella aparición nunca hizo daño a nadie, salvo darles un susto...
A través de sus relatos, don Azor nos demuestra que la Cañada, en todo su largo, era la zona más habitada por seres fantasmales. Quizás fuera su fama de barrio marginal o su terreno, con desniveles y lomadas, cuevas y recovecos.
La calle Duarte Quirós, especialmente, parecía poblada por estos seres de fábula: el burro de los siete chicos, los famosos perros negros, que apenas podían distinguirse en la oscuridad, con los ojos fosforescentes y que producía en el empedrado un sonido de uñas, como si fuera un lobo.
Aquel animal imponente, sin embargo, no se metía con los paseantes aterrorizados, sino que parecía buscar a alguien por los alrededores del colegio y, molesto por no hallarlo, terminaba confundiéndose entre las sombras.
Cada barrio, nos cuenta don Azor, incluyendo al Centro, tenía su perro misterioso: algunos los creían enviados por el Diablo, si eran negros, o un ángel guardián cuando eran blancos.
¿Cómo se defendía el paseante común de los malos?
Según las crónicas, formando una cruz con los dedos índice, a tiempo que se murmuraba: “Jesús, María y José”, “Ave María Purísima” o, mejor aún, se sacaba el puñal –que por entonces no faltaba en la cintura de los hombres–, y se los atajaba con la cruz de la empuñadura: si era un emisario del Demonio, desaparecía súbitamente; si era un perro común, seguía tranquilamente su camino.
Si el perro era de color blancuzco, se presuponía que era el Ángel de la Guarda que protegería al caminante, librándolo de los peligros nocturnos. Si era el negro, mejor encomendarse al Ángel de la Guarda.
Hubo un caso –nada sobrenatural, cuando pudo aclararse– que provocó un perro negro que aparecía echando fuego por la boca, que tuvo muy asustados a los vecinos por un tiempo, hasta que se descubrió que el animal, posiblemente hambreado, se robaba las velas de cebo que le encendían al “Degolladito”, una muy vieja historia de nuestros barrios.
Otro animal fantasma fue el Chancho Benedito o Benedicto, que se aparecía de noche entre la Cañada y la calle San Luis, desapareciendo misteriosamente a la altura del pasaje. Reartes: se le creía el alma en pena de un carrero muy conocido, que había sido asesinado allí mismo. El carrero se llama, justamente, Benedicto.
Un duende muy raro fue el de la gallina gigante u otro llamado el “Pollatón”, por la Cañada y Fructuoso Rivera, frente a un almacén famoso, el del gringo Pepino. Era una gallina del tamaño de un caballo, con pollitos tan altos como terneros.
Se dice que las madres asustaban a sus hijos varones, y las esposas hacían lo mismo con sus maridos, para que no salieran a dejarse tentar por la mala vida.