Entre el quehacer de un artista y sus declaraciones media una distancia no menos equívoca que aquella que separa a la obra de sus receptores, y por eso la mirada crítica se torna crucial para matizar, confirmar o refutar tales palabras. De allí que los ensayos que analizan la filmografía de Lucrecia Martel en El cine de Lucrecia Martel y las intervenciones públicas y conversaciones de la directora salteña reunidas en Un destino común dialoguen de una manera tan fluida como paradójica, alumbrando una misma impronta desde géneros distintos.
De alguna manera el cine es lo que se pone entre paréntesis en estas intervenciones donde se pondera la escritura crítica colectiva y la oralidad del personaje, especialmente decisiva en una realizadora que ha adquirido entidad de ícono pop y dedicado sus últimos años a dar charlas y talleres por todo el mundo.
El hecho de que el séptimo arte quede notoriamente al margen de los enunciados en primera persona de Un destino común le otorga un relevante contraste a El cine de Lucrecia Martel, compendio académico editado por Natalia Christofoletti Barrenha, Julia Kratje y Paul R. Merchant que despliega los motivos múltiples por los que la directora nacida en 1966 ha devenido una figura eminente del cine contemporáneo, y que podría resumirse en esa pedagogía apuntada por Gonzalo Aguilar que “nos enseña a ver lo que es opaco o lo que está oculto y a escuchar lo que es inaudible”.
El texto de cierre de David Oubiña aporta en ese sentido una panorámica exhaustiva del elusivo sello marteliano, que el crítico caracteriza en la manera desplazada por la que la autora reflejó los efectos ominosos de la dictadura y del neoliberalismo menemista mediante técnicas que omiten cualquier literalidad, amparándose en un régimen visual enrarecido y una narración en suspenso que abreva en el cine de terror.
El realismo “desorientado”, “obnubilado”, “negligente” de la realizadora captó como ninguno el clasismo provinciano en la trilogía involuntaria de Salta que componen La ciénaga, La niña santa y La mujer sin cabeza, mientras que la extraordinaria Zama dio un paso más allá al invocar la entropía adormecida y alucinada de un colonialismo inventado.
Resaltado siempre por la propia Martel, el sonido cumple un rol tan determinante como sutil en sus trabajos, y así los textos de Ana Forcinito, Dianna Niebylski y Damyler Cunha se detienen en examinar la manipulación disruptiva de ese recurso por lo general relegado que pone en acción la directora.
Susurros, voces ininteligibles, lenguas indígenas sin traducir o sonidos no humanos cobran primacía oblicua en Muta, Nueva Argirópolis o Pescados, cortos que fungieron como auténticos laboratorios para Martel y que son analizados asimismo en detalle por Emilio Bernini, Mariana Souto y Mónica Campo. Al mismo tiempo, las bandas sonoras diegéticas puntillosamente seleccionadas para los largometrajes se sirven de letras, hibridaciones y ritmos populares para sumar capas de sentido no exentas de ambivalencia.
Adriana Amante afirma que en los filmes de Martel “todo en el ambiente puede producir sonido”, desborde que, junto a los planos tumultuosos, tramaría una escritura ensayística, una notación concentrada en la materialidad y la duración que recuerda a la poesía concreta. La exploración sonora de la directora llegó incluso a cruzarse de disciplina en su colaboración como directora teatral en Cornucopia de Björk, en la que, como dice Alejandra Laera, Martel volvió a destacar la dimensión perceptivo-sensorial y física del espectáculo por sobre la visual.
Esa centralidad en la escucha es una de las pocas lecciones formales que Martel da en Un destino común, un conjunto de intervenciones y diálogos de los últimos años al cuidado de Pablo Marín y Malena Rey en los que la directora se explaya sobre distintos temas de actualidad y ratifica su inclinación a la reflexión y a la opinión por sobre la disquisición cinematográfica.
Un poco a lo Marguerite Duras, Martel considera al cine un medio elitista y no lamenta su virtual desaparición al menos en su formato convencional, mostrándose más interesada por los videos fragmentarios de YouTube o redes sociales o por ChatGPT que por algún largometraje o director reciente. Más antropóloga que cineasta, Martel expresa una vocación fenomenológica de tabula rasa al incitar a su audiencia a salir a la calle a observar y escuchar y filmar a los vecinos y al entorno cercano, una invectiva a “inventar” el cine que va inherentemente acompañada de la reformulación de una sociedad occidental que fracasó como comunidad.
Las declaraciones de la directora son acaso más radicales que su cine, ya que cabe señalar junto a Oubiña que Martel “no se trata de una artista de vanguardia: si se apoya sobre el esquema clásico (con todo su mecanismo de hipótesis y expectativas) es porque la estrategia consiste en socavarlo desde adentro. Lo que hay aquí es otro modo de ver. Una mirada arrasada”, y en tal corrimiento yacería su clave.
El eje de esa subversión inmanente es precisamente el sonido, que de acuerdo a la directora ofrece una percepción alternativa del tiempo y el espacio en detrimento del imperio chato y causal del relato visual. Las interminables series televisivas y su fijación en el argumento son el principal objeto de crítica de Martel, que advierte asimismo un sustrato bélico en el conflicto que predomina en esa narrativa.
Contra tal uniformidad, la realizadora esgrime su teoría de que el cine es una pileta de aire en donde se revela una red de interconexión invisible, aquello que subsiste aun al cerrar los ojos, es decir, el sonido. Fenómenos como la extensión, la simultaneidad o el volumen sugieren otras maneras de aprehender el mundo, que Martel ejemplifica con la cosmovisión invertida de los aymara, donde el futuro se encuentra detrás y el pasado delante.
De igual forma, la realizadora aboga por una perspectiva compleja y diversa que deje atrás los esquematismos de la política de la identidad, destacando “lo mutante, lo ambiguo y lo indefinido” y el “arte de inventarse” de las comunidades trans e indígenas a la vez que cuestiona nociones como la cancelación o apropiación cultural que llevarían a la autocensura. En un presente segmentado, lingüísticamente empobrecido y administrado por máquinas ubicuas, la directora cimenta la creación de ese diferido destino común en una consigna imperecedera, ligada al significado del término “sabiduría” en guaraní. Arandú: oír el tiempo.

Un destino común. Lucrecia Martel. Caja Negra. 224 páginas. $ 30 mil.

El cine de Lucrecia Martel. Natalia Christofoletti Barrenha, Julia Kratje y Paul R. Merchant (comps.). Futurock. 228 páginas. $ 25 mil.























