Un hermoso y célebre poema de José Martí comienza con este primer verso: “Dos patrias tengo yo: Cuba y la noche”. Y en el siguiente se pregunta, “¿O son una las dos?”. Su compatriota Leonardo Padura diría que sus dos patrias son La Habana y la escritura, y que las dos son una… Como si hasta aquí su obra literaria no hubiera dado muestras suficientes de ello, ahora nos entrega Ir a La Habana, una serie de breves crónicas que dan cuenta de una memoria tridimensional: de una ciudad (La Habana), de un habitante (Padura) y de una escritura (sus ficciones).
Dice Padura, con razón, que “una ciudad son muchas ciudades en el tiempo y en el espacio y, a la vez, es una sola”; y que “un novelista es un almacén de memorias”. Sujetos y predicados podrían intercambiarse para que una ciudad fuera un almacén de memorias y un novelista, muchos novelistas en el tiempo. El puente entre ciudades y novelistas es el Padura que crece entre Mantilla, su barrio, y La Habana, “la-gran-ciudad”, y a lo largo de su vida va descubriendo lugares, personajes, historias.
Si Mantilla surgió por iniciativa del tatarabuelo Padura, pues su emblemático personaje Mario Conde, como se cuenta en Pasado perfecto, nació en un barrio “fundado por su tatarabuelo paterno”. Si fue en La Víbora donde Padura vivió su adolescencia y entendió que sus parques públicos eran ideales “para los manoseos juveniles”, será en esos mismos parques donde Conde vivirá, en Vientos de cuaresma, una escena amorosa.
No son las únicas ligazones. A las autobiográficas se suman las políticas. Un ejemplo está en El Vedado, territorio asociado a su educación sentimental y cultural, al que la Revolución rebautizó casi por completo hasta volverlo irreconocible, situación que angustia a Conde en La neblina del ayer, cuando comprende que su ciudad se ha convertido en un laberinto y que él “también era un fantasma del pasado, un ejemplar en galopante periodo de extinción”.
Una revolución que atraviesa a diario y por décadas La Habana con la fuerza de un huracán, “que lo cambia todo, altera las fisonomías y a su paso arrasa con tantas cosas”.
Una revolución que, abusando de su poder absoluto, estatizó hasta las barberías y los puestos de limpiabotas, liquidó de un plumazo la rica vida nocturna o resolvió sembrar café en el cordón agrícola que le proveía a La Habana de frutas y hortalizas, “un café que, por cierto, nunca prosperó, del que no bebimos ni una taza, pero que en cambio nos privó hasta hoy de frutos como los mameyes, anones y guanábanas, que yo recogía con mi abuelo Juan y el tío Tomás en las fincas de los alrededores de Mantilla”.
Ir a La Habana
Leonardo Padura (fotografías de Carlos Cairo)
Tusquets
328 páginas