Minuciosamente atento a los abismos entre épocas, disciplinas, lenguajes y estantes de biblioteca, Carlo Ginzburg (Turín, 1939) reúne un nuevo conjunto de ensayos en Una historia sin final, también una puerta de ingreso didáctica a la órbita del inquieto historiador. La presentación de José Emilio Burucúa es ejemplar en ese sentido, un repaso laudatorio de la trayectoria del italiano que ofició de discurso de entrega a Ginzburg del Doctorado Honoris Causa de la Universidad de Buenos Aires en 2023.
Burucúa caracteriza al turinés como un heredero de Aby Warburg y de obrar lindante al de Ernst Gombrich, y resume los aportes fundamentales del autor: la creación de la microhistoria, eminente en su clásico El queso y los gusanos, y una reformulación del método indiciario que se remonta al antiquísimo rastreo de cazadores, baqueanos y parteras.
El propio Ginzburg responde formalmente a esa introducción, revelando cómo su lectura “entre líneas” proviene de un linaje de judíos secularizados que heredó de sus célebres padres Leone y Natalia Ginzburg. Esa reticencia de estrabismo talmúdico impregna el estilo del historiador, comparado por Burucúa con Borges en sus densos y vertiginosos hallazgos de cajas chinas.
Una historia sin final da probadas muestras de ese método tan riguroso como especulativo de ecos literarios, aplicado a la materia artística, siendo que el diálogo entre imágenes y palabras le interesa especialmente a Ginzburg, concentrado a la vez en iluminar anomalías y excepciones en el cruce con textos canónicos.
Así, “Pequeñas diferencias” trata la lectura de imágenes al exponer cómo Philip Pouncey atribuye un dibujo anónimo al pintor Bastiniano gracias a la expresión “titanes cenicientos y nebulosos” que el historiador Roberto Longhi, un maestro de la écfrasis (género que consiste en la descripción exhaustiva de imágenes), había aplicado a una de sus obras. Ginzburg ve en Longhi a un exponente cabal del conocedor y el anticuario, para él roles clave en todo historiador capaz de operar con metáforas objetivas en un terreno de traducción imposible.
No menos fascinante es “Las falsificaciones en el arte”, donde Ginzburg compara al falsificador con el historiador en sus maneras de vincularse con el anacronismo. Pero si para el primero ese desfasaje es letal, para el segundo puede significar la pista para descubrir una obra mal atribuida.
La segunda mitad está dedicada en gran medida a la morfología histórica, las matrices o los modelos que enmarcan los abordajes de la disciplina. Los parecidos de familia y el árbol genealógico se citan como esquemas emblemáticos de esa otra traducción ambiciosa (la de convertir una sucesión temporal en una imagen), en una red epistemológica intrincada que incluye a la biología, la geología, la antropología o la filología y nombres como los de Charles Darwin, Ludwig Wittgenstein, Francis Galton y Gregory Bateson.
Acaso la empresa más extrema en esa dirección fue el Atlas mnemosyne de Warburg, un montaje histórico total que suprime el contexto y que Ginzburg destaca como un proyecto definitivo y a la vez inconcluso, el paradójico punto de llegada de una historia que no termina.

Para leer Una historia sin final
Carlo Ginzburg
Ediciones Ampersand.
354 páginas.
$ 29.900.